jueves, 21 de julio de 2011

Del destino y de la decencia


Destino
Si Esteban Dolero fuese un hombre culto pudiera quejarse de su sino con los versos que canta el coro al mero comienzo de la “Carmina Burana” de Orff: “O Fortuna, velut luna statu variabilis” (¡Oh, Fortuna, variable como la Luna!) que, de repente, como por mera diversión, “entristece a los débiles sentidos” puesto que “el poder se derrite como el hielo ante tu presencia”. Pudiera imprecar también con aquella parte que comienza con “Sors immanis et inanis,  rota tu volubilis” (Destino monstruoso y frívolo, eres como una rueda que gira) que hace que la salud sea vana, siempre pudiendo ser “disuelta, eclipsada y velada”. Lamentarse de que “Sors salutis et virtutis michi nunc contraria” (el hado de la salud y de la virtud está en contra mía”. Llorar porque “quod sua michi munera subtrahit rebellis” (los regalos que ella me dio, sediciosamente se los lleva). Pero como su cultura no pasó de leer novelitas de Marcial Lafuente Estefanía mientras cuidaba la cantina del cuartel, su desconsuelo debe adoptar formas más cerriles, sin importar que ahora haya descubierto a Nietzsche con unos cuarenta años de retardo en relación con la edad en la que la mayoría de los estudiantes de bachillerato nos empapábamos de pensadores alemanes.

Lo que le queda ahora es acordarse de que lo que sufre es la consecuencia de creer que se puede ir por la vida actuando como que se va a ser eternamente joven, “implicor et vitiis immemor virtutis, immemor virtutis, magis quam salutis, mortuus in anima” (sumergido en la depravación, despreocupado por la virtud, más ávido del placer que de la salud, muerto en espíritu).


Decencia
Tengo el honor de sentir como amigo a Emilio Ferrero, un excelente profesional, con todos los méritos académicos posibles, que es uno más de esa larga lista de venezolanos bien acreditados que han tenido que emigrar para poder tener una remuneración acorde con su valía. Recientemente, me hizo llegar unas reflexiones acerca de algo que se está como esfumando de entre nosotros: los buenos modales. Sus argumentaciones son tan dicientes que transcribo algunos párrafos de su correo.

Me dice que, por tener que vivir la mayor parte del tiempo fuera de Venezuela se ha hecho “más sensible a algunas características nuestras; también me ha puesto más alerta para notar los cambios en nuestras costumbres, que tal vez al estar siempre aquí había asimilado sin darme cuenta. Por otro lado, el ser un seguidor de los temas relacionados con cultura y calidad de servicio, ha afinado mis sentidos”. Hace notar que “en la mayoría de las panaderías, automercados, y otros comercios similares donde su personal no vende, sólo debe ‘servir’, estos ‘servidores’ se han convertido en unos ilustres ahorradores del idioma” Pone algunos ejemplos: “Cuando voy a pagar (…) el cajero no sólo no da los buenos días sino que a veces ni contesta a los que yo le doy. Sus primeras palabras son: ‘¿Personal o jurídica?’; si cancelo en efectivo, ese intercambio marca el final de la conversación. Si pago con tarjeta, continúa con: ‘¿cédula?’, ‘¿corriente o ahorro?’ y luego, ‘pin’; finalmente, al salir el recibo, siguen las palabras: ‘cédula y teléfono’. Añade que “… el cajero (o la cajera) se las ha ingeniado para omitir el uso de verbos, de la gramática y, me atrevo a decir, del lenguaje mismo. Además, y aún peor, no ha habido la menor señal de cortesía, atención al cliente o interés por la satisfacción de ese cliente”. Y remata con un colmo: “En cuanto a los comercios, estos premian el ahorro. La más ahorrativa de las cajeras del automercado (…), quien una vez llegó a molestarse conmigo porque insistí dos veces que me devolviera el saludo, ¡acaba de ser promovida a jefa de turno!”

Todos sufrimos, Emilio, de esa mengua en la decencia en el trato que debiera estar presente en todas las relaciones interpersonales. Pero, como tú bien lo asientas, los maltratos provienen mayormente de personas que en razón de sus oficios debieran ser más serviciales y atentas: empleados y funcionarios. No se les pide que sean afables, ni siquiera amables; sólo que den demostraciones de urbanidad y educación. Tal vez es que los supervisores no les refuerzan aquello de que “el cliente siempre tiene la razón”, o que hay que —como pregonamos mucho en Carabobo— tratar “con respeto al ciudadano”. Porque es de la conveniencia del negocio o institución. Puede que sea, por el contrario, una reacción contra el patrono por los bajos sueldos que reciben; pero uno no tiene por qué aceptar desmanes o intemperancias. Lo que sí es incontrovertible es que eso es producto de la falta de educación en la familia. La contra tiene que estar en nuestro derroche de comedimiento y cortesía hacia quienes nos intentan rebajar a su nivel. Porque uno tiene el deber cristiano de enseñar con el ejemplo…