martes, 26 de julio de 2011

El poder de la invectiva

Era abril de 1960. El general castro León, con la connivencia del comandante de la guarnición, entró en Venezuela y capitaneó desde San Cristóbal una de las muchas asonadas cuarteleras que tuvo que enfrentar la naciente democracia. Al día siguiente, cuando el comandante y los oficiales del Destacamento 12 de la Guardia Nacional llegamos a la conclusión de que el momento táctico iba a ser propicio porque ya se percibía la dispersión de las unidades insurrectas y la pérdida de la iniciativa por parte de Castro León, decidimos pasar a la contraofensiva y luego de alguna “dialéctica de las armas”, para ponerlo en palabras de Raymond Aron, pudimos retomar el cuartel Bolívar —que había servido de puesto de mando de los golpistas. Desarmamos e hicimos prisioneros a los oficiales y soldados que se encontraban dentro, tomamos contacto con las autoridades civiles, los invitamos al cuartel, e informamos al gobierno nacional y a los altos mandos que había cesado la sedición y que la ciudad estaba tranquila.



Esto último fue verdaderamente difícil por un par de razones: el estado primitivo de las comunicaciones (en esos años las unidades se comunicaban sólo por radiotelegrafía) y el ataque de nervios y pataleta sufridos por el suboficial encargado de las transmisiones —una de las personas más cobardes que yo haya visto— quien era el único que sabía utilizar el código Morse. Total, que sólo pasado el mediodía fue que se pudo hablar con Caracas por medio de un radio red en SSB —un tremendo adelanto para esos días— que comunicaba la cárcel de la ciudad con el MRI. Se informó que ya todas las autoridades civiles y militares estaban en el cuartel. Y hasta eclesiásticas: el obispo, Monseñor Fernández Feo, fue el primero en llegar. El último, por cierto, fue el gobernador del Estado, Ceferino Medina, a quien hubo que sacar casi con fuerza física del colegio en Táriba donde se había escondido.



Estando ya todos a “libre plática”, como dicen los marinos, observamos volando muy alto a dos “Canberras” de la Fuerza Aérea. Estos, luego de dar dos vueltas por sobre la ciudad, se clavaron en picada y entraron en lo que se percibía como un claro plan de ataque. Los oficiales reaccionamos, les gritamos a los soldados que estaban prisioneros en el centro del patio y a sus guardianes que se refugiaran bajo techo y todos buscamos protección de los disparos que empezaron a llover. Todos, menos uno, el teniente Nieto Serrano, que se quedó en el medio de la explanada batiendo sus brazos para decirle que no a la escuadrilla atacante. Para mí, Nieto es una de las personas más valientes y decididas que he conocido —independientemente de que algún tiempo después hubo que darlo de baja por algunas “preferencias sexuales” que empezó a mostrar. Resistió las primeras ráfagas de los cuatro cañones de 20 mm de ambos aviones y la segunda del primer atacante. Y no le pasó nada. Mientras que varios soldados refugiados tras los gruesos muros sufrieron heridas. Ninguno murió, gracias a Dios.



Cuando el segundo avión empezaba a realizar su segundo ataque, de repente, levantó la nariz, entró en formación con su compañero y ambos pasaron por encima de nosotros en vuelo recto y nivelado, a mucho menos velocidad, y moviendo las alas como saludando o presentando disculpas. Y se perdieron en el horizonte. Debe ser que segundos antes sus superiores les ordenaron cesar el ataque porque ya se había retomado el cuartel y la ciudad estaba en paz.



Las mentadas de madre que les lanzamos al verlos ir fueron abundantísimas. No creo que ni el obispo se quedó sin proferir (entre labios, como corresponde a un príncipe de la Iglesia) un “toño-el-amable” que le salía de muy adentro. Todavía hoy, yo estoy convencido que fueron esas invectivas las que hicieron que los motores del Canberra se detuvieran y este se precipitase a tierra por los lados de Yaracuy. El comandante de la escuadrilla, el mayor Buenaventura Vivas, falleció por el impacto. O sea, que las invectivas y los denuestos, cuando tienen un origen justificable, pueden causar daños.



¿Qué por qué eché este cuento? Porque desde esa fecha creo que algunos males tienen un origen metafísico. Como sucede con el prisionero de Fidel, el chuleado por Raúl, el que le entregó su país a Cuba. Eso de tener una docena de años llevando intemperancias y recibiendo mentadas de la autora de sus días —y, sobre todo, ya contraída la enfermedad, eso de tener la certeza de que hay más gente deseando que se muera (aun entre quienes le juran lealtad pero que están con él sólo porque les permite robarse el presupuesto) que personas ansiando su salud— tiene que pegar en lo somático. Es más: debe ser devastador. Sobre todo para alguien tan enamorado de sí mismo como Elke Tekonté…