sábado, 7 de abril de 2012

El raspado de la olla

Antes de regresar a La Habana de sus amores, la capital de la Cubazuela que pretende lograr, el tipo se puso a amenazar a todos cuanto tienen algo que perder en esta neocolonia. Volvió a intimidar a los banqueros para que hagan lo que él quiere, así se vaya al traste el negocio y, con él, el dinero de los ahorristas. Volvió a buscar el acobardamiento de los empresarios, especialmente los de los medios, para que no emitan noticias, criterios ni sugerencias que dejen ver la ineficiencia, podredumbre y sectarismo del régimen —y parece que con Venevisión, por lo menos, lo logró. Siguió instigando a la confrontación entre venezolanos al sugerirle a sus grupos anarquizados que invadan y se apropien de cuanto terreno urbano encuentren, sin importar cuanto lo necesita su legítimo propietario.



Para mí, todo eso no es sino el mascarón de proa de lo que en verdad se buscaba. Una vez más puso a la gente a ver hacia una dirección mientras llevaba a cabo otra barrabasada: pasar una ley que le permite seguir apropiándose de la plata que necesita para alimentar su desmedido e insaciable afán de poder. El tipo fue habilitado —en una marramuncia de última hora— por unos “legisladores” sin legitimidad y a punto de entregar el coroto, para legislar en lo relacionado con los damnificados por las aguas. Pues no le “ha parado” a esa limitación y ha firmado decretos que adolecen de inconstitucionalidad la más de las veces. Este último, por el cual se autoriza a sí mismo para meter en más deudas a la república sin solicitar permiso a la Asamblea (que de todas maneras la mayoría espuria de la que goza se lo iba a conceder) y sin siquiera consultar a los que se supone que saben de eso: el Banco Central. Cómo será de bajo el concepto en el que tiene a ambos organismos, que decidió y puso en el decreto que a estos solo serán informados de cualquier nuevo endeudamiento a 15 días hábiles posteriores a su realización. O sea, unas tres semanas después del fait-acompli.




Para dorar la píldora, el fulano decreto pone una condicionante: que la deuda sea para solucionar circunstancias “no previstas o difíciles de prever”. Lo que no dice es que quien decide cuáles son esas situaciones es el mismo individuo. Ya algún amanuense de los que cual borregos, sin analizar la conveniencia de la nación, buscan lo que mejor le acomode a su líder estará planificando cómo justificar que la declinación en el número de ilusos que votaban enceguecidos por las promesas —pero que en los próximos comicios ya no más— es más que suficiente justificación para seguir metiendo a Venezuela en deudas. Por lo pronto, ya pusieron en el texto que podrá hacerlo si los recursos son destinados a “la soberanía alimentaria, la preservación de la inversión social, seguridad y defensa integral”. O sea, ¡qué siga el voleo pre-electoral!



Me imagino que el barbas le sobó el ego una vez más y le dijo algo como: “¡Vaya, tú tranquilo, chico! No importa que los tataranietos de los venezolanos actuales ya estén bastante endeudados; los tuyos, cuando los tengas, estarán asegurados por las destrezas de sus padres en el manejo del erario. Lo que importa es que tú continúes al frente. Nos interesa a todos. Sigue repartiendo dinero por montones entre los tontos que no ven que algún día tendrán que pagar la deuda y los venales que si lo saben, pero que lo que le interesa es forrarse. Sólo así tendrás algún chance en octubre. Eso sí —y yo sé que no tengo que decírtelo, pero mejor es ser reiterativo— parte de esa plata es para que la sigas mandando a esta isla de la felicidad donde tanto se te quiere”.



Me imagino que Capriles, en su discurso de inauguración no se atreverá a decir, como Luis Herrera, que recibe “un país hipotecado”. Porque a él no le gusta decir mentiras. Hace rato que Venezuela dejó de estar hipotecada. Va a recibir un país en la quiebra. Y si fuera económica solamente, uno podría arremangarse y ponerse a sacarla del gravamen. Pero es que la quiebra ya es moral y social. Todo, por la vanagloria de un hombre sin escrúpulos que no se le agua el ojo en destrozar la riqueza nacional en aras de un proyecto personal con tintes de neo-fascismo cuando le conviene y de neo-chapitismo las más de las veces.



Para eso tiene bastantes cómplices, pícaros y lagoteros. Como el que le exige a sus subalternos, en comunicación oficial —aplastando sus derechos individuales y sin preocuparse por la imposición de esa inconstitucionalidad—, que proclamen su adhesión a una persona y no a los altos postulados de la Constitución.


¿Quién ofende a quién?

Un amigo a quien le reconozco preclara inteligencia —y de quien admito que de escribir sabe muchísimo más que yo— me reconvino en días pasados. Por mail me hizo saber su preocupación por el empleo que yo hago de algunos términos para referirme al tipo aquel. Cree los utilizo “con imprudencia y exceso”; que los remoquetes empleados llevan una “exagerada carga chacotera” y que algunos son “inútilmente vejatorios”. Su consejo: que me abstenga de seguir utilizando en mis escritos “locuciones o modos adverbiales que sean irrespetuosos o inmoderados”.


Habrá que hacerle caso al amigo porque en eso de saber escribir, ¡sabe! Aunque va a ser difícil por varias razones que trataré de explayar de seguidas.



La primera, es que mi mamá me instiló desde muy niño que “hay que respetar para que lo respeten a uno”. Cosa que se me confirmó luego, cuando me decidí por la vocación militar y se me explicó “que la lealtad es una calle de dos vías”. Puesto en el predicamento que nos ocupa, y ya los venezolanos estando saturados de cognomentos denigrantes de parte del innombrable en contra de quienes se oponen a su manera de mandar como: “escuálidos”, “majunches”, “plastas” y otros similares, ¿es que no va a ser posible retrucarle en el mismo tono?



De todos los insultos que provienen del jetabulario presidencial, el que más escuece es ese de “apátridas” con el que trata de descalificar a cualesquiera que no se prosterne obsecuentemente a su intento de que todos pensemos igual a como el decidió. O que, por lo menos, no pensemos en absoluto. El tipo se arrogó una prerrogativa de decidir quiénes son compatriotas de él y quiénes no. Y que solo los que tienen carné del PUS merecen ese apelativo. No acepto que nadie me diga que quiere a Venezuela más que yo. Igual que yo, sí. En eso no tengo inconveniente. No soy menos venezolano que nadie. Pero él se cree con derecho a rebajarme. ¿Qué de diferente tiene eso con aquella clasificación del general Gómez de “malos hijos de la Patria” contra  quienes se oponían a sus tropelías? Para ponerlo con las palabras de Pompeyo Márquez hace algunos días: “Llamar apátrida a la mayoría de nuestros compatriotas es una grosería inaguantable”. Palabras que todo venezolano tiene que suscribir rotundamente.



La segunda razón es que soy un convencido de algo que dijo Napoleón: “De la única dimensión de la cual no hay regreso es del ridículo”. La manera más eficiente de poner de relieve las groseras ineptitudes, corrupciones y falacias de un régimen —incluido este— es caricaturizándolo. Unos, los diestros en dibujo —Zapata, Rayma, Pam-chito, Edo y Bozone, por ejemplo—, utilizan trazos; otros, diciendo las cosas como las vemos. Algunos somos más afortunados y podemos ponerlas por escrito; los más, sin embargo, pueden (y deben) usar radio-bemba, que tan eficaz es. En todo caso, hay que acordarse de Horacio: “Ridendo corrigo mores”. Se puede corregir las costumbres por medio de la burla. Y conviene hacerlo así. Por una parte, más gente se entera de los muchos pecados, incompetencias y venalidades gubernamentales; por la otra, se demuestra que no hay miedo de denunciar. La más eficaz de las sanciones sociales es el ridículo. Hay que usarlo…



Criterio contrario al del amigo que menciono al comienzo tiene otro que no desmerece en inteligencia al primero: Le gustan “los otros nombres del innombrable que has utilizado” y me sugiere hacer una lista de ellos. Estoy en un disparadero: ¿qué hacer? Creo que acordarme de Aristóteles: “La virtud está en el medio de dos extremos que son viciosos”. Y de Pero Grullo: “Ni calvo ni con dos pelucas.” A recortar, pues. Pero sin llegar a llamar al señor: “Su Alteza Serenísima, el Primer Magistrado de la Nación”. ¡Ni de vainas!



Por ejemplo, el pasajero del caracol (por aquello de que el animal está dentro) anda por Cuba buscando alivio a su mal. Cosa que es su derecho, pero que también habla muy mal de su sentido común. Porque, según él, “los médicos de Cuba son los mejores del mundo”. ¿Cómo no denunciar que eso es una falta de respeto para con el gremio médico venezolano? ¿Cómo no decir que eso no es verdad? Los cubanos no pueden estar al día en los últimos avances de la ciencia médica. Sencillamente, si no tienen Internet, ni divisas para suscribirse a revistas especializadas, ni pueden asistir a congresos internacionales; pues no pueden estar actualizados.



Pero, hay algo más en ese viaje. Por aquello de “piensa mal y acertarás”, uno —que está consciente de que el narcisismo del tipo lo impulsa a buscar ser el centro de todas las miradas— tiene que colegir que se fue también para ver si se puede “colear” en una audiencia con Benedicto. De patentizarse esa sospecha, a uno no le queda sino  calificarlo de “güelefrito”.