…nihil nisi bene es lo que recomienda el viejo adagio latino: que de los muertos no se diga sino lo bueno. Todos practicamos diariamente esa recomendación porque la muerte nos hace sentir timoratos ante la inseguridad de nuestra propia existencia. Tan temible es, que la relegamos a un remoto rincón del cerebro y casi no hablamos de ella ni de los que la han sufrido. Y, cuando nos toca hacerlo, seguimos lo recetado hace unos veinticinco siglos: de los difuntos solo hablamos bien. Hoy, me voy a apartar de esa máxima. Porque se está observando unos descarados intentos de santificación instantánea de alguien que, como todos, tuvo aciertos y errores; la sacralización express de alguien que no fue precisamente un corderito. Por eso, a fuer de sincero conmigo mismo, y porque es urgente echarle un parao a esos intentos del oficialismo de convertir en santo a quien hoy yace en la Academia Militar debo decir algo. Se entiende que los apparatchik —sabiéndose muuuy mediocres, y reconociendo que para seguir medrando desde el poder necesitan de una ayudita— se sienten requeridos de la instauración de un mito. Algo así como lo que sucede con el Che, que de fusilador inmisericorde en La Cabaña, ha devenido —por la obra de unos desfachatados— en dizque “luchador por los derechos humanos”.
Creo que el pecado más atroz del hoy finado fue eso de insuflar el odio de clases en una nación que hasta ese momento era la más igualitaria de Hispanoamérica. Su concepción binaria de la sociedad —patriotas y pitiyanquis, ricos y pobres, por mencionar solo un par de sus categorizaciones preferidas— fue el fermento de la polarización que tenemos hoy. Eso, en la nación más café-con-leche de la región; en el país con más movilidad social de todos los suramericanos; aquí, donde se medía a la gente de las cejas para arriba, por lo que tenía dentro del cráneo. Por su imprudencia, “meritocracia” es mala palabra en el país. Tanto, que —a diferencia de las demás migraciones conocidas— esta es la única que está conformada en su mayor parte por personas de la clase media, por graduados universitarios, por gerentes bien formados. La diáspora venezolana está enriqueciendo a otros países en desmedro del nuestro. Porque no los dejaron. Porque los insultos, calumnias y descalificaciones durante cadenas de TV incitaron tanto fanatismo ideológico y tanto rencor social que temieron por sus vidas y se fueron. A lugares remotos —desde Nueva Zelanda hasta Canadá—donde se les reconociera su valía y no temieran a hordas azuzadas desde el poder.
Pecado también —y no menor, por cierto— fue su claudicación de la soberanía nacional ante otro Estado. Se vendía como nacionalista y el mayor de los antiimperialistas, pero fue quien ordenó la presencia, casi omnímoda, de los cubanos dentro de los puntos clave del gobierno y como superiores jerárquicos de los funcionarios. Los cubanos tienen las narices metidas en los registros y notarías, los servicios de identificación, la administración portuaria y hasta en la planificación estratégica militar —que es lo más bochornoso: generales y almirantes criollos que aceptan las órdenes de extranjeros con menor gradación. Todo, por montarse en la estela que dejaba Fidel. Por aspirar a ser su heredero. Y resulta que el carcamal lo sobrevive. En su enceguecimiento contra los Estados Unidos —a quienes acusaba de ser nuestros colonizadores, lo cual era una falacia más— se lanzó en los brazos de los menos demócratas del mundo. Saddam, Al Assad, Gadafi, Mugabe, Lukashenko y Ahmadineyad —todos ellos parias internacionales— fueron sus panas. Pero Fidel, Putin y Deng eran los que le imponían sus dictados. Cuando mucho, lo que logró fue cambiar de amo.
Esa mezcla de megalo/mitomanía en la que vivió y que lo hacía presumir de ser un líder mundial le exigía tener amigos en los cinco continentes. Amigos que nos salían costosísimos. Mientras nosotros sufríamos de apagonitis, él le regalaba plantas a Nicaragua; al tiempo que nuestros hospitales no tenían ni gasa, le obsequiaba un hospital a Uruguay; cuando nuestros carros iban de hueco en hueco, Kingston estrenaba asfalto en todas sus calles; todavía hoy, cuando no se consigue una miserable bombona de gas doméstico, los habitantes del Bronx disipan el frío invernal con combustibles venezolanos. Todo eso, gratis para ellos y oneroso para nosotros.
¡Ya estoy llegando a las 800 palabras que me autoriza el diario y me falta tanto por comentar! No he dicho nada de la corrupción funcionarial aupada desde la cúpula, de la inmensa deuda que nos acogota y que frenará el desarrollo por muchos años; de la destrucción sistemática de la empresa privada, de las expropiaciones abusivas, del acorralamiento de la propiedad privada; de la inmisericordia con los presos políticos que sufren enfermedades tan graves como la suya; de la entronización de la violencia por la vía de los “colectivos”. Pero me toca parar. Será para otra…