Eso es lo que nos
exige la república en estos momentos: que usemos más la cabeza que cualquier
otra parte del cuerpo cuando estemos en el momento decisorio de cómo iremos a
depositar nuestro sufragio el domingo venidero.
Porque la nación se encuentra en momento trascendental. A ninguna votación debiera irse con
preconcepciones tipo escogencia entre ser del Magallanes o del Caracas; pero a
esta, mucho menos. El país y su futuro
pueden írsenos por un despeñadero en razón de una decisión tomada de manera
visceral.
Los votantes
deberemos interiorizar, meditar y resolver sesudamente quién de los dos
candidatos puede sacar a Venezuela del brete en el que se encuentra y que está
marcado especialmente por las estrecheces de todo orden que sufren nuestros paisanos,
pero que ellos perciben, por encima de todo, como escaseces que notan cuando
van a buscar alimentos y medicinas. Sin
embargo, esta no es sino uno de las muchas facetas del problema. Y, como en todo caso de salud, es importante
atacar los síntomas de una enfermedad; pero más aún, lo es atacar el morbo que
la causa. Creo que los apuros económicos
y los problemas sociales que sufrimos todos se originan en esa senda del
dispendio irreflexivo que ha marcado la actual administración desde hace ya muy
largos catorce años. Esa filosofía de
repartir hasta lo que no se tiene es la que nos ha llevado a endeudarnos
gravemente con potencias del exterior; muy poco de los dineros recibidos ha
sido invertido en obras para el desarrollo del país, mucho se ha ido en gasto
corriente para mantener contentas (o, por lo menos, entretenidas) a las
mayorías. Contrariamente a lo que
preconizan, no enseñaron a pescar —tampoco proveyeron las redes ni los
anzuelos— solo dieron pescados, pero ahora hasta para entregar una mísera
camaiguana tienen dificultades. Pero
para seguir manteniendo opulentos a sus amigotes de la escena internacional sí
hay dólares, y euros…
Sin razón económica
de peso, solo por ese afán de imponer una doctrina ya demostradamente catastrófica
y desueta, hicieron que fábricas y comercios cerrasen; lo que trajo la doble
desventaja de aumentar el número de personas que no tienen trabajo y de
incrementar las importaciones de renglones que antes eran de producción
nacional. Todo, por el afán de igualar
por debajo, porque “ser rico es malo”.
Con esa idea, y en la creencia de que el erario podía sostener con
“misiones” a toda esa masa desempleada, volvieron cisco el Tesoro
Nacional. En las reservas del país lo
que abunda son los papeles emitidos por gobiernos tan poco confiables en lo
financiero como Argentina y Cuba. Y para
seguir con el festín de Baltasar, continúan endeudándonos con China.
Solo por el desastre
económico que han volcado sobre la nación, ya es hora de salir de los actuales mandatarios. Pero no es por lo único. El “equipo” de ministrables no tiene ni banca
ni profundidad. Tanto, que en los más de
180 decretos nombrando ministros en estos últimos diez años, los nombres se
repiten: cuando queda patentemente clara la ineptitud para un cargo de, por
ejemplo, un Loyo o un Samán, no lo destituyen; lo que hacen es mandarlo para
otro ministerio. Repito: no tienen cómo
reemplazarlos. Porque no buscan a quienes
tienen los conocimientos y la capacidad gerencial para determinada materia,
sino que prefieren a los más obcecados ideológicamente. Con el paso de los años, lo que ha habido es
un degradé de capacidad en los cargos:
de una Maritza Izaguirre, la declinación llega a un Giordani; de un Ignacio
Arcaya, el descenso lo marca una estela
de nombres como Carreño y El Aissamí hasta llegar al actual; de un Raúl Salazar
se apoca hasta llegar al imbécil del ministro actual; de los siete ministros de
relaciones exteriores —el título de “canciller” les queda grande— que ha tenido
este régimen, solo uno domina dos idiomas.
¡Terrible!
Cuando exhorto a que
usemos la cabeza a la hora de votar es porque hace mucho tiempo que esas
personas debieron ser relevadas por gente más apta. Y es que cuando uno elige a un presidente,
tiene que mantener fija la idea de las atribuciones que le confiere la
Constitución. Porque el presidente no
actúa solo, sino por intermedio de ministros y otras altas autoridades. Aún en un país tan presidencialista como el
nuestro, el Art. 238 señala que para que una decisión de este sea válida debe
estar refrendada por el vicepresidente y uno al menos de los ministros. Y para las decisiones más transcendentales,
deberá contar con la firma del Consejo de Ministros en pleno.
La cosa pública, los
asuntos oficiales funcionarán mejor —estoy segurísimo— si se releva el equipo
que desde hace catorce años ha mangoneado en los altos cargos. Y Henrique, en eso del poder de convocatoria a
los mejores, le lleva una morena a Nicolás.
Están avisados…