El sábado pasado, esa eminencia médica y moral que es el doctor
Muci-Mendoza usó un título parecido al mío en su escrito de “El Universal”. Tituló:
“No están muertos”. Al iniciar el texto, corrige y arranca con unos versos que
no había escuchado en mucho tiempo: “No son los
muertos los que en dulce calma / La paz disfrutan de su tumba fría, / Muertos
son los que tienen muerta el alma / Y viven todavía.” Son el producto de
un poeta payanés de finales del siglo XIX, Antonio Muñoz Feijoo. En esos
tiempos, Popayán era con mucha riqueza cultural, y las artes —especialmente las bellas
letras— estaban bien desarrolladas. No llegaría a los veinte años cuando el
poeta llegó a esa profunda conclusión filosófica: que hay personas que, aunque
respiran, tienen muerta la parte más importante del ser.
El poema no consta de esos cuatro versos solamente. Tiene doce. En los
tres cuartetos que lo componen hace variaciones sobre el mismo tema pero usando
rimas y versificaciones diferentes. Eso era un aprieto para él: no sabía cómo
bautizarlo. Por eso, al final intituló: ¨Un pensamiento en tres estrofas¨. El
segundo cuarteto dice: “No
son los muertos, no, los que reciben / Rayos de luz en sus despojos yertos; / Los
que mueren con honra son los vivos / Los que viven sin honra son los muertos.” Y
remata con: “La vida no es la vida que vivimos. / La vida es el honor y es el
recuerdo. / Por eso hay muertos que en el mundo viven / Y hombres que viven en
el mundo muertos.”
¡Verdades
como catedrales las del novel poeta payanés! Y que no se quedaron circunscritas
a las montañas caucanas y al momento de escribirlas. Mantienen hoy y en todas
las latitudes su vigencia. En todo el mundo hay ejemplos de ambas situaciones.
Pero sobre todo en nuestra sufrida tierra pareciera que son más notorios los
casos de muertos que caminan. Y hasta discursean y dan entrevistas.
Apenas uno
abre las páginas de los diarios o enciende el televisor, los ve, muy orondos,
justificando las barrabasadas más grandes y las injusticias más palmarias.
Encuentra uno a una fiscala que —haciendo caso omiso de lo que se conoce como notitia criminis—trata de explicar que
no puede abrir una averiguación porque las dos personas que han denunciado por
los medios hechos gravísimos se encuentran en el exterior y deben presentarse
en su despacho a corroborar lo dicho. Se topa uno con una magistrada que,
además de imponerle a los jueces su voluntad y decirles cómo sentenciar,
semanalmente tiene que hacer maromas leguleyas —y hasta cambiar jurisprudencias
recientes calzadas con su firma— para complacer el mandato de su amo. Se entera
uno de un uniformado (me cuesta decir que es un militar) que contraría el
mandato de la Constitución—la cual establece que la Fuerza Armada es una
institución sin militancia política y que “está al servicio exclusivo de la
Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna”— sale a
dar unas declaraciones que son casi una proclama de ser el brazo armado del PUS
y su jefe. Lee uno con asombro que el mismo parlamentario que descubrió que
Cisneros podía mirar desnudas a las mujeres que usaban DirectTV ahora pida
investigar al capítulo venezolano de “Trasparencia Internacional”. Lo que queda
es recordar aquello de que: “A confesión de parte…” Corrobora uno lo que ya sospechaba desde hace mucho: que un dizque
periodista que se ha lucrado con el palangre toda su vida y que pontifica los
domingos por la mañana por una televisora caraqueña no es un ser viviente sino
un zombi, uno de esos muertos resucitados del culto vudú. Con un
piquete: los zombis originales quedaban convertidos en esclavos del hechicero
que los revivía; este hace de todo para revertir los papeles y manejar al otro.
En todo caso, sigo creyendo que, además de muerto en vida, es el rey del
pobrediablismo nacional.
En cambio, hay personas que por su
verticalidad, por haber sido virtuosas, por haber demostrado entereza ante la
adversidad, siguen vivos en la memoria colectiva. Por falta de espacio,
menciono solo uno, el primero que se me viene a la mente: mi paisano, el
cardenal Castillo Lara. Vilipendiado y escarnecido por el nuevo Atila porque,
manteniendo su postura humilde, se atrevió a decir verdades y nunca cejó en sus
denuncias. Desde el lar nativo adonde volvió para retirarse después de vivir en
palacios vaticanos, fue un serio y sólido denunciante de las tropelías del en
mala hora jefe del Ejecutivo. ¡Está vivo!
Razón tiene el payanés: “Los que mueren con honra son
los vivos / Los que viven sin honra son los muertos”…