Rodaba de regreso a Valencia y en una de las interminables colas caraqueñas quedé detrás de un autobús escolar. Se ve que tenía muchos años de uso porque todavía tenía visible, en su parte posterior, el letrero que decía: “Cuando estas luces intermitentes estén encendidas, no adelante este vehículo”. Era el resultado de una decisión del Concejo de Caracas, hace ya un pocotón de años —que después imitó la mayoría de los concejos interioranos— por la cual los autobuses escolares deberían estar pintados de amarillo y tener unas luces destellantes en sus partes delantera y posterior que alertaban a los conductores de que unos niños iban a subir o bajar del transporte y, por tanto, para preservar sus vidas, el tráfico debía detenerse. Y todo el mundo acataba ese mandato. Porque era loable, porque todos teníamos familiares en edad escolar; pero, por sobre todo, porque en esos tiempos éramos mejores venezolanos. Mientras avanzaba la cola, y para aliviar el tedio, me puse a recordar cosas parecidas que ya no hay en la Venezuela de hoy. Algunas de ellas, las comparto con ustedes.
No es cierto ese refrán que explica que “todo tiempo pasado fue mejor”. No. En el pasado venezolano hay cosas detestables. Cada quien recuerda una por lo menos. Y son tantas que no serán motivo de recuento hoy. Baste acordarse de las que fueron mejores.
Hubo tiempos en nuestra tierra en los que se decía (y era verdad) que a los venezolanos se les medía de las cejas para arriba. Vale decir, cuánto tenía dentro del cráneo. Mal que bien, todos llegábamos iguales a las instituciones formativas (universidades, academias militares, escuelas técnicas) y de nuestro desempeño en ellas accedíamos en las empresas públicas, las fuerzas armadas, el servicio exterior. Ya en ellos, de nuestras actuaciones meritorias dependían los ascensos y la permanencia. No como hoy, cuando la sola obsecuencia con el poder es lo que rige el patrón de carrera.
Hubo tiempos en que los poderes del Estado que tenían como misión ser los controladores del gobierno eran dirigidos por personas de bien, que estaban por encima de las mezquindades partidistas. De hecho, los gobernantes se esmeraban en proponer gente respetable e independiente para esos cargos delicados. Y los partidos de la oposición los aceptaban porque entendían que el Estado era distinto —y más importante— que el gobierno. Nombres como los de Luis Gerónimo Pietri en la Contraloría, Benito Raúl Lozada en el Banco Central, Manuel Rafael Rivero en el Consejo Supremo Electoral confirman mi aserto. No es que no tuviesen tachas personales, sino que eran serios, imparciales, insobornables y justos en el desempeño de sus cargos. De hecho, Carlos Delgado Chapellín se echaba el palo parejo; pero contaba con el apoyo nacional por ser ecuánime, ponderado y de recia voluntad en el descargo de sus funciones.
En los casos en los que era insoslayablemente necesaria una figura de relevancia política en un cargo, los líderes tenían el pudor de compartir el poder con el adversario. Por ello, el presidente de la Cámara de Diputados era siempre un personaje del principal partido de oposición. Y eso, en un ambiente constitucional que especificaba que este era el tercero en el orden sucesorio en caso de ausencia definitiva del presidente de la república. Otro cargo que siempre estaba en manos de la oposición era el de Fiscal de Cedulación. Porque era una manera sencilla de evitar la tentación del partido gobernante de darles dobles cédulas a sus copartidarios, o a cedular a extranjeros como venezolanos, para que abultaran las votaciones y los favorecieran.
Resulta que en una oportunidad, no tan alejada en el tiempo, el Ministerio Público decidió acusar de un delito al Presidente de la República, el Poder Legislativo encontró méritos en esa imputación y pidió a la Corte Suprema de Justicia que procediera a su enjuiciamiento, y esta lo hizo, sentenció y separó de su cargo al acusado. Que hubiese méritos o no es irrelevante aquí. Lo que quiero resaltar es que los poderes eran autónomos, no sumisos al Ejecutivo, como ahora. Y uno tiene que preguntarse —y preguntarle a los rojos que leen esta columna (porque la leen)— ¿por qué fue bueno ese empleo de los artículos de la Constitución vigente para salir de un mandatario que parecía inconveniente a la salud del Estado, y es malo cuando los paraguayos hacen lo equivalente?
Hoy, cuando presenciamos, y sufrimos, las “vivezas” gobierneras que confunden voluntariamente los conceptos de “Estado”, “nación”, “gobierno”, “país” con los de “partido único” y “líder único” —y por eso hacen befa de las normas mientras acumulan poder y dineros sucios— tenemos que concluir que razón tenía el doctor Tarre Briceño cuando denunciaba, en noches pasadas, texto en mano, que ni un solo artículo de la Constitución había quedado indemne, sin violación, bajo este régimen…