El pasado diecisiete tuve el privilegio de estar como invitado en el acto con el cual la colonia italiana de Valencia conmemoraba el sesquicentenario de la unificación de Italia. Fue un evento emotivo, lleno de historia y de música. Por un lado, la narrativa de los hechos históricos estuvo a cargo de nietos de los inmigrantes de los cincuenta que tanto hicieron en pro del avance de nuestro país. Son muchachos cuyo lenguaje nativo es el español pero que se han esforzado por conocer el de sus ancestros y leyeron en un italiano impecable diferentes trozos de la historia de hace ciento cincuenta años. Luego, intervinieron la Orquesta Sinfónica Juvenil de Carabobo y el coro de dicha orquesta. Eran unos doscientos jóvenes en escena. El programa estuvo compuesto por trozos de óperas italianas. Entre ellos, lógico, no pudo faltar el “Va pensiero” del Nabucco de Verdi, ese como segundo himno que les recuerda a los italianos que residen fuera de su país, “los prados y montañas, los aromas tibios y suaves de las dulces brisas del suelo natal”.
Mientras estaba allí, me puse a meditar acerca de los paralelismos de los hechos conmemorados y la circunstancia actual venezolana. Sobre eso será mi parrafada de hoy.
A mediados de 1860 Italia estaba dividida en cuatro pedazos muy disímiles: un reino al norte bajo los Saboya; otro al sur en manos de los Borbón —que, como sabemos, ni perdonan ni olvidan—; el centro, en manos del Papa, que en esos tiempos tenía potestades terrenas; y toda la porción nororiental en manos los Habsburgo, quienes eran, por sus cercanías con el zarismo, más absolutistas que los Borbón. Nada más disímil como circunstancia. Por un lado, dos mentalidades tan diferentes como las que todavía caracterizan a los ítalos del norte y los del sur; por el otro, para complicar más la cosa, los venecianos y los milaneses casi pensando en alemán. Fueron tres las guerras que hubo que luchar, pero al final prevaleció la sensatez y —con la proclamación leída por el rey Vittorio Emanuele II, el 17 de marzo de 1861— se logró la unidad de lo que de ahí en adelante se llamó Italia.
Los actores en esa gesta no podían ser más disímiles. Por un lado, Vittorio Emanuele, educado para la monarquía absolutista, con énfasis en lo religioso y lo militar, que demostró ser un valiente militar en las guerras exteriores pero que no tuvo empacho en reprimir a la izquierda republicana cuando le tocó. Por el otro, el conde de Cavour, quien a pesar de ser masón, pro-bonapartista y admirador de Inglaterra y Francia, potencias constitucionales e industrializadas, fue nombrado primer ministro por el rey. Por otro, Mazzini, un abogado revolucionario, medio ateo, republicano, contrario al absolutismo pero que, sorprendentemente, rechazó formar parte del parlamento constitucional que se organizó luego de la unificación y decidió, más bien, auto-exilarse en Inglaterra. Y finalmente, Garibaldi, un aventurero como el que más, librepensador, que no podía ver con buenos ojos a Vittorio Emanuele y Cavour por haberle entregado a los franceses su pueblo natal, Niza.
Todos ellos entendieron que el bien general estaba por encima de sus particulares visiones; que lo importante era la unificación del país. Y que ello —aunque no les gustase a algunos de los actores— no era posible sino bajo la monarquía de los Saboya, que poseía una considerable fuerza militar y un y un funcionariado civil capaz y preparado. Por eso, es el mismo Mazzini quien escribe: “…non si tratta più di repubblica o monarchia: si tratta dell’unità nazionale (…) d’essere o non essere.
Un pensamiento parecido es el que debiera dominar el criterio —y las apetencias personales, en otro momento valederas— de los dirigentes venezolanos actuales. Lo sustantivo hoy, en nuestra patria, es lograr una unidad superior que nos permita liberarnos del coloniaje cubano al cual estamos sometidos bajo una satrapía totalitarista que, además de inepta, lo único que sabe hacer bien es dividir a la nación y antagonizar a unos contrarios a quienes cree enemigos. Hoy, parafraseando a Mazzini, no se trata de visiones contrarias de cómo organizar la república, sino de cómo unirnos para derrotar el absolutismo. De ser o no ser. Después habrá tiempo para el disenso.
Cuando el estado de cosas actual termine —porque ha de terminar—, ojalá que el gobernante —sea quien fuese— pudiese convocar a los venezolanos con las mismas palabras de Vittorio Emanuele: “…vayamos resueltos al encuentro de las eventualidades del porvenir. (…) Este futuro será feliz porque basaremos nuestra política en la justicia, en el amor a la libertad y a la patria. (…) Nuestro país (…) alcanzará el reconocimiento (internacional, añado yo) porque es grande por las ideas que representa y por la simpatía que eso inspira. Fuertes en la concordia, confiados en nuestro buen derecho, esperamos prudentes y decididos los decretos de la divina providencia”.
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