jueves, 12 de julio de 2012

Nazismo de pacotilla

Dentro de algunos días, tendré que llevar la palabra en una peña de amigos para hablar sobre las vicisitudes que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. Un paso obligatorio en la preparación del esquema es la lectura, por enésima vez, de lo que escribió William Shirer acerca del auge y caída del Tercer Reich; desde 1962 tengo la primera edición del libro. En mis lecturas y consultas anteriores siempre las relacioné con los acontecimientos internacionales. Pero esta vez, mientras revisaba, no podía dejar de hacer paralelos con las cosas que a uno le toca presenciar en el suelo nativo. De eso es que vamos a hablar hoy. Los puntos no estarán dispuestos por fecha ni por importancia, sino que irán apareciendo en el orden en que vengan a la mente.

Lo que me viene primero —quizás por estar más cercano en el tiempo— es lo de la actuación de la Policía Nacional para impedir que Capriles se encontrase con la gente de La Vega en Caracas. Era una actividad programada, participada a la autoridad y que iba a ser realizada dentro de los términos establecidos para la campaña electoral. Pero que parecía inconveniente a los detentadores del poder porque dejarían patente que aun en los lugares más menguados cala el mensaje del flaco mirandino porque entre sus habitantes hay quienes han sufrido en carne propia la inseguridad, la escasez y la insalubridad que agobia a todo el país; porque se sienten ninguneados por el régimen. Por eso, se dio la orden —sin importar lo ilegal e inmoral de ella— de impedir el paso de los que se manifestaban por un cambio en el país. Lo raro es que pusieron a cumplirla a la Policía Nacional, a la cual habían estado preservando con buen nombre para ver si logran de verdad que sea nacional. Lo usual es que encarguen de eso a la Guardia —últimamente devenida en algo represivo, tipo SA nazi (a SS no llega)— o a la brigada de motorizados armados y pagados por la Asamblea para aterrorizar a los adversarios. Muy Alemania 1934, en todo caso.

Lo otro es el intento de obtener ventajas en el campo internacional mediante las groseras exigencias a funcionarios de otras naciones. La tentativa del chofer de autobús devenido en canciller para sacar de su misión constitucional a los militares paraguayos y que tomaran posiciones políticas solo se diferencia de la torcida de brazo a Schuschingg, el canciller austriaco  y el ultimátum a Hacha, el presidente checo, en que estos tuvieron que ceder ante la máquina de guerra alemana; mientras que los guaraníes no aceptaron ni amenazas ni intentos de soborno. La petrochequera, empero, logró “convencer” a Kristina, Vilma y Pepe para que le aplicaran a Paraguay el Protocolo de Ushuaia, un documento del cual no es parte y, por tanto, no está obligado a reconocerlo, mucho menos a cumplirlo. Por lo que se llega a la paradoja de que Paraguay y sus autoridades —que actuaron apegadas a la Constitución— son acusados de golpistas, mientras que los que violaron las normas de Mercosur y Unasur son alabados como demócratas. Cuando las instituciones se deforman para convertirse en meros clubes de presidentes —donde lo único importante es la conservación de sus privilegios— suceden cosas como estas.

El show de Los Próceres no pudo ser más hitleriano en su concepción, que no en su desarrollo. Eso de rodear al hegemón barinés de banderas, oriflamas cantos pseudopatrióticos y exceso de loas políticas —aparte de ir en contra de lo estatuido por el CNE en lo referido a propaganda—es muy alemán de la pre-guerra. Pero entre la marcialidad prusiana que nos muestra tan bien Leni  Riefenstahl en su “El triunfo de la voluntad” y las payasadas  vistas el 5 de julio (con cajero automático y todo) hay una distancia tan grande como la que hay entre La Tour d’Argent parisina (tan afecta a los boliburgueses) y una arepera socialista de las de Samán. Si lo que se buscaba era amedrentar con el despliegue de sistemas de armas, perdieron su tiempo.

Y si Hitler tenía a un Goebbels empeñado en usar los medios de entonces (cine, radio y periódicos era lo que había), por aquí tenemos a un pichón de émulo, Rizarrita, que no tiene empacho en admitir que busca obtener la “hegemonía comunicacional” y trata de hacer propaganda roja con toda la panoplia tecnológica de la que dispone, desde Twitter hasta VTV, con drogo hojillero incluido.

El parecido en todo es patético. Hitler dijo aquello de: “Concédeme otros cuatro años de forma que yo pueda, en beneficio de todos, explotar la unión conseguida”; y el de por aquí dice algo parecido pero más agalludo: le pide a Jesús su corona. Pero no la de espinas, la de Cristo Rey. Quiere seguir mangoneando eternamente. Pero el pueblo piensa otra cosa…


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