martes, 27 de agosto de 2013

Caesar non supra grammaticos

Eso fue lo que me vino a la mente después de leer el reciente artículo de Alexis Márquez Rodríguez, quien del idioma sabe mucho, y que tituló: “Lenguaje inmaduro”.  En él, el profesor Márquez critica la forma como hablamos el castellano en Venezuela, sugiere que estamos desolándolo, lo que nos lleva hacia el caló y la jerigonza.  Señala que todos debiésemos tender hacia la corrección idiomática, pero que tal obligación es primordial entre los de la clase política porque “es lenguaje, es palabra. En particular en la más alta expresión política, que es el arte de gobernar”.  Y dice más: “Lo primero que en tal sentido debe saber el gobernante es que en materia de lenguaje una cosa es ser dirigente en la brega por el poder, y otra ser gobernante. El dirigente emplea necesariamente un lenguaje mitinesco, del cual debe olvidarse el gobernante una vez que asume el ejercicio del poder”.

Pero eso sería como pedir peras al “horno”, como dijo varias veces el tipo aquel.  Primero, porque ellos no saben (ni quieren) gobernar y por eso se limitan a mandar.  Y, segundo, porque dentro del régimen pululan los áulicos y que, así como celebraban cualquier sandez que se originara en la verruga del difunto, ahora exaltan y festejan lo que sale de debajo del bigote —casi todo safio y en lenguaje perdonavidas.   

Por palacio —y en la calle, porque este dizque es un gobierno de ídem— está haciendo falta el anciano senador romano que, según Suetonio, recriminó a Tiberio cuando pronunció un discurso de manera “desembarazada”.  Después de la metida de pata, ¡zas! saltaron unos cortesanos a “traducir” lo dicho y a justificar que no podía haber falta porque había sido el emperador quien había hablado —es que la profesión de enmendador de las metidas pata del jefe es muy antigua, no se originó con José Temiente.  Fue cuando el senador salió en defensa de los valores y el respeto tradicionales a la ciudad y el foro: “Tu enim, Caesar, civitatem dare potes hominibus; verba, non potes.”  (Tú César, puedes hasta dar la ciudadanía a un hombre; pero a las palabras no puedes). Por una razón que a lo mejor se les hace difícil de entender a los rojos, pero que no por eso deja de ser verdad: Caesar non supra grammaticos.  Las palabras tienen su significado, y no el que cada mandatario se le ocurra inventar.  De permitir que cada uno de ellos haga lo que se le venga en gana, devendríamos en una moderna Torre de Babel.

Ya en el siglo XVI, Milton, el de Paraíso Perdido, nos explicaba que “cuando el idioma en el uso común en cualquier país se hace irregular y depravado, lo que sigue es la ruina y degradación de éste”. Verdad que sigue vigente.  En nuestro suelo se ha ido perdiendo el buen decir —que no es que haya sido muy bueno nunca—, en mucho, por la imitación de lo que se originaba en “Aló, presidente”: burradas en lo político, lo económico y lo léxico.  Fue el finado quien irrespetó de primero a la Constitución.  Tanto al violarla al apenas nacer como por apodarla “la bicha”.  Aquellos polvos trajeron estos lodos: el ilegítimo actual, que no pasa de ser un mal imitador del otro, no tiene un buen dominio del idioma.  En lo único que se le parece es en lo extenso, lo frecuente y lo mal hilvanado de sus divagaciones.  Y si eso es en el cogollo del régimen, más abajo, los apparátchiki, (bien escasitos de seso la mayoría de ellos) imitan a sus líderes.  Uno no sabe cómo es que los escogen para los cargos, y teme que dentro de poco designen para un ministerio a aquel abogado que dijo varias veces por televisión: “disulidar” en vez de “dilucidar”.   Esos funcionarios —entecos de alma y cortos de luces, pero con grandes “miras utilitarias”— están acabando con Venezuela por su ineptitud y estulticia, por su avidez corrupta y por el deplorable “indioma” que emplean.

En 1934, en el que fue su último artículo, Ortega y Gasset titulaba: “En nombre de la nación, claridad”, y decía: “Nada es más arriesgado que la confusión, el no tomar en serio la estructura de la realidad, el creer que se la puede tomar cada uno a su antojo, sin respeto a lo que las cosas son. Este error se paga siempre con el fracaso, que a veces no se limita al que lo comete, sino que arrastra al conjunto de un país. Si se repasa con alguna agudeza y con rigor (…) se ve hasta qué punto los desastres sobrevenidos (…) han tenido como causa principal y casi única errores intelectuales fácilmente comprobables y que se hubieran podido evitar”.

De eso se trata, todavía, hoy, en Venezuela: de no confundir las cosas.  Lo más grave de esta falta de claridad por parte de los detentores del poder hace que soslayen lo importante porque están muy ocupados en tratar de revivir una ideología ya muerta; en confiar en los consejos de una nomenklatura extranjera que no logró crear prosperidad entre los suyos después de medio siglo de mando absoluto; en privilegiar la “lealtad al líder”, antes que la capacidad, para las designaciones a los cargos; y en creer que ellos tienen el monopolio del patriotismo y que los que se les oponen solo son una cuerda de vende-patrias.


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