martes, 9 de noviembre de 2010

Carta a un cubano de los nuevos


En principio, déjame que te diga: ¡Bienvenido! Porque en Venezuela siempre hemos recibido a los extranjeros de buena manera desde los tiempos más remotos. Pero eso no quiere decir que tu presencia entre nosotros no nos incomode. Porque para nosotros tú eres un invasor; tu representas a una “potencia” que intenta colonizarnos después de dos siglos de habernos sacudido ese yugo de un imperio de verdad-verdad. Pero, aún así, lo que la gran mayoría de nosotros siente por ti no es odio. Quizás, algunos sientan desprecio, pero lo que la mayoría siente por ti es lástima. Porque tú no eres sino un trabajador forzado. Y no digo que eres un esclavo porque algo te paga nuestro gobierno por tu trabajo. Mientras que la parte más gorda de lo que valen tu sudor y tus conocimientos se la entrega el manirroto encargado del Ejecutivo nuestro al Estado tuyo. Que es quien te explota. Tú no viniste porque tú decidiste; fue un jerarca de la nomenkatura cubana quien decidió quién venía y a quién no se podía dejar salir. Y como prenda de tu regreso quedó tu familia de rehén. Nadie de tu entorno cercano vino contigo. Tu mujer, tus hijos o tus progenitores quedaron secuestrados de hecho por el Estado. Solo para asegurarse de que tú regresas a tu isla-prisión.

¡Claro que a ti te convenía venir! Lograste lo que millones de compatriotas tuyos no han podido: montarse en un avión y conocer otros horizontes. Y, hablando por todo el cañón: si te pones la mano en el pecho, tendrás que reconocer que cuando termine tu estada entre nosotros —no porque no quieras quedarte, sino porque te devuelven a juro— en ese año o dos, te habrás comido más bisteques que los que habías disfrutado en toda tu vida antes. Te reto a que me digas si es mentira lo que yo digo. A menos que tú seas uno de los aparatchnik  que allá se puede dar buena vida porque es de la cúpula del partido y llegaste aquí para velar que ninguno de tus paisanos se le ocurra adquirir “decadentes gustos burgueses”, como acostumbrarse a usar jabón, dentífrico y papel higiénico cuando está en el baño. Ni que —haciendo uso de ese deseo de libertad  que es innato en el género humano— decida quedarse por aquí, o emigrar a otro país cuando se le venga en gana.

Notarás que hay una diferencia enorme entre el cariño, el respeto y hasta la admiración que profesamos hacia los paisanos tuyos que viven entre nosotros desde hace décadas y la lástima y el desprecio que sentimos hacia ti. Ellos llegaron como tantos y tantos inmigrantes que hemos recibido a lo largo de nuestra historia: venían luego de haber perdido todo por decisiones desafortunadas de los regímenes que mandaban en esos países en esos tiempos. A tus paisanos les quitaban hasta las medallitas de oro antes de dejarlos abordar el avión o el buque. Y aquí arrancaron con denuedo y hoy pueden mirar hacia el pasado con satisfacción por lo que han logrado para ellos y para su patria adoptiva. En cambio, tú representas a una autocracia que busca esquilmar nuestras riquezas para poder saciar el hambre que su incompetencia de medio siglo ha generado en un país que estuvo muy cerca de ser del primer mundo antes de que los barbudos llegaran.

Te pongo un par de ejemplos que estoy seguro entenderás. Tus bisabuelos sentían por los soldados españoles —que venían de la metrópoli a agotar las riquezas del país, a someter a tus antepasados mambises y a mantener los obscenos privilegios que tenían los peninsulares— lo mismo que sentimos nosotros por ti. Y por las mismas razones. Ahora, ponte tú en las botas de uno de esos soldados españoles: tú crees que estás haciendo labor de patria, porque tus esfuerzos y denuedo servirán para alimentar a tus compatriotas que se quedaron. Pero en realidad, tu vigor sólo servirá para seguir llenando las arcas y las panzas de los mandatarios que deciden sobre vidas y haciendas por allá.

Imagínate ahora cómo nos sentiremos nosotros, quienes —a casi ciento noventa años de haber sacado al último soldado español y más de cuarenta de haber vencido a tus antecesores que vinieron como guerrilleros a socavar nuestra incipiente democracia— vemos la paradoja de que una “potencia” que tiene menos de la mitad de nuestra población y menos de una vigésima parte de nuestra economía se ha enseñoreado (permitido por alguien que jura y perjura que es un gran patriota, es verdad) en los puntos claves de nuestra circunstancia. ¿Qué hacen paisanos tuyos, que vienen de un país donde no hay propiedad privada, mangoneando en nuestros registros? ¿Cómo verías tú que venezolanos dieran órdenes en instituciones tan vitales como las fuerzas armadas y en los servicios de identificación cubanos? Y, por último, ¿aceptarías tú que un policía venezolano te apresara en una calle habanera? Entonces, ¿por qué nosotros sí debemos calarnos esa potestad que tienen los del G-2 aquí?

No hay comentarios:

Publicar un comentario