sábado, 12 de mayo de 2012

El drama de pagar



Como el alcalde de donde vivo —que no es el de Valencia; de él me encargaré más adelante— lo está haciendo mucho mejor de cómo mucha gente esperaba, decidí que había que ayudarlo en su gestión. Para eso, me fui a pagar los impuestos de circulación vehicular y de lo que impropiamente los venezolanos llamamos “el derecho de frente”. El edificio limpio, nada de mugre, manchas o grafiti, con buenos carteles indicadores, y los funcionarios contestaron cortésmente nuestras preguntas. ¡Pero las colas! ¡Inmensas! Tanto, que a pesar de haber salido de casa revestido de buena ciudadanía, me dije: “Alejandro puede esperar un poco más por mis contribuciones al fisco; buscaré una mejor hora para la diligencia”.

Es el drama de toda Venezuela. País rentista como ha sido por casi un siglo, dejó atrofiar —o no desarrolló— las destrezas en la cobranza. Los vigilantes de tránsito son como son, en mucho, porque ya no se les provee de boleteras para imponer citaciones por infracciones; lo que influye de dos maneras, ambas negativas: los conductores irrespetamos mucho más el reglamento, y queda sin entrar dinero al erario pues es desviado a los bolsillos “fiscales”. Cuando uno tiene necesidad de obtener un mapa en la Cartografía, no puede comprarlo porque esta no es perceptora de fondos nacionales; por tanto, regalan los mapas, con pérdida para la nación. La absurda eliminación por el régimen de los cobros de peajes en las autopistas resultó en una infraestructura vial que se desmorona; porque ahora dependen de un burócrata caraqueño que no sabe nada de nada pero que mantiene suavemente tensadas las partes pudendas del jefe. Hasta hace poco, cuando las vías eran responsabilidad regional y se cobraba por su tránsito, no solamente la capa asfáltica estaba en buen estado sino que las adyacencias se veían impolutas, los viajeros estaban cubiertos por seguros de vida y gozaban del auxilio vial si se accidentaban. Como estos, mil ejemplos más.

Siempre, y en todas las latitudes, lo difícil es cobrar. Y es hasta lógico: el ente, el comerciante, o quien sea, si hace esfuerzos por cobrar y procrastina al pagar, mantiene un flujo de caja positivo. Con lo que asegura su éxito. Aquí, no. Aquí son difíciles ambas cosas. Los que tienen que cobrarle al Estado las pasan moradas por la burocracia y, sobre todo, por la “viveza” de unos pagadores que, paradójicamente, cobran.

Pero no es solo el estamento oficial el que dificulta los pagos. Los comercios privados también tienen sus peculiaridades. Por ejemplo, una híper-ferretería a la que el régimen le tiene la vista puesta puso una máquinas para la autoliquidación de las compras; pero en ellas siempre tiene que actuar un empleado porque, con cada intento de pago, este tiene que digitar una contraseña, después tiene que verificar que la tarjeta usada corresponda con la cédula del comprador, y luego tiene que tomar de este una de las copias del comprobante de pago.  Cuando los pitiyanquis compramos en un “Home Depot”, nada de estas cosas interfieren en el chinchineo del dinero entrante. El comprador se defiende solo, y si no sabe, que haga la cola para que lo atienda un dependiente. La tienda no tiene por qué dudar de que el tarjetahabiente sea su legítimo propietario; si sabe el código es porque, muy probablemente, lo sea. Y si no lo es, una grabación de las cámaras de seguridad está a la disposición de las autoridades para facilitar la detención del roba-tarjetas. ¡Y ya!


Tortura especial es la que impone el en mala hora alcalde de Valencia cuando sus policías municipales remolcan vehículos —sin importar si estos están bien o mal estacionados. El propietario debe ir a un estacionamiento que queda en el Tuyuyo Grande. Allí, para ser atendido, hay que esperar más de una hora afuera del recinto, —en descampado, sin donde guarecerse de los elementos y en las cercanías de una ranchería de donde puede brotar unos malandros para robarlo a uno. Después de haber pasado por las horcas caudinas de un funcionario que jura que sabe más de derecho que nadie y haber pagado el costo del remolque y el estacionamiento, hay que ir a las taquillas de la Alcaldía, a unos 5-6 kilómetros de distancia, para coger un número y pagar la multa. Después, con el recibo de la multa, hay que ir a otra dependencia, como a otros 5 kilómetros para que la Policía Municipal borre del sistema la placa del vehículo, no sea que se lo vuelvan a llevar. Solo después de cerrar el circuito, rodando varios kilómetros más hacia el estacionamiento, es que se puede recuperar el vehículo. Eso, en una alcaldía en la que su titular, por la infinita sabiduría de Boves II, asiste a las reuniones de gabinete ministerial. Debe ser que el alca-Parra estaba dormido cuando aquel daba la orden de simplificar los procedimientos administrativos


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