Todos los hispanohablantes celebramos hoy el Día del Idioma. La decisión oficial de la Unesco de formalizar el día en el que se conmemora el fallecimiento de dos gigantes de las bellas letras, Cervantes y Shakespeare, me da pie para escribir de cosas que me gustan más (etimología, gramática, buen decir) y para abandonar lo que ha sido usual en esta columna por muchas semanas: la crítica pugnaz a los ineficientes y corruptos que ejercen cargos en el régimen actual. Sin embargo, puede que algo se cuele por aquello de que “la cabra, al monte tira”.
La lengua no es algo estático. Porque no la hacen los académicos sino los pueblos. Eso es así desde los tiempos más remotos. Y por tanto, mal pudieran los doctos, los puristas o los docentes tratar de “ponerle rejas al campo”. De allí, que lleguen extranjerismos y neologismos todos los días. Sobre todo, cuando perennemente estamos recibiendo novedades en lo tecnológico y lo científico que tienen influencia sobre nuestras vidas diarias. ¿Cómo haríamos —después de toda una vida poniéndole trampas en la casa— vivir sin tener un “ratón” en el tope del escritorio? ¿Cómo hacerle saber a los demás lo que pensamos sino por los 140 caracteres de un “tuit”?. La dinámica es tal, que ya “tuitear” fue aceptado por la RAE Y “guglear” o “goglear” ya debe venir en camino. Pero, como diría ese semiólogo tan profundo en su saber que hasta puede hablar con los pajaritos: “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.” No porque los pueblos son quienes hacen los idiomas, pudiera él —o cualesquiera de sus copartidarios— tratar de violar voluntariamente ciertas reglas que parecieran natural ordenación a fin de que todos podamos comunicarnos. Que, en fin de cuentas, es lo importante.
Por ejemplo, “diálogo”, que es algo que él prometió el día que Yendry le quitó el micrófono, implica —desde los remotos tiempos del Siglo de Oro Griego—: dos que hablan. Para ponerlo en las palabras del mataburros: “Plática entre dos o más personas que alternativamente manifiestan sus ideas” y “Discusión o trato que busca avenencias”. No puede concebirse que uno solo diga y el otro escuche —y que es lo que ha abundado en nuestro país durante los pasados quince años. Eso no es un “diálogo”, es un “diktat”, para ponerlo en palabras que entienden los de la “nomenklatura”. Es lo que toca, así no les guste —ni quieran—: tienen que buscar entenderse con el medio país (o más) que no acepta que les uniformen el pensamiento.
Otra palabra que no puede ser cambiada al antojo del mandón de turno es “parlamento”, que viene de “parlar”, un sinónimo de “hablar”. Es el lugar donde se habla, se razona, se discute, se confronta las ideas. Es insólito que quien ejerza la presidencia de un órgano corporativo niegue la palabra a uno de sus miembros, o la condicione a que este conteste primero a una conminación. Sobre todo —esto, desde el punto de vista de la sensatez—, si quien solicita el derecho de palabra es alguien que triplica el caudal de votos con el que fue elegido quien pretende truncar ese derecho. Resulta, según quien ejerce la presidencia de la Asamblea, que la representación del pueblo que tiene uno de los miembros depende de cómo piense. Para poner un ejemplo de otro lugar: qué tal que el Presidente del Congreso de los Diputados de España, cuando alguien de Izquierda Unida o de Esquerra Republicana de Cataluña solicitara la palabra, les espetara: "¿Reconoce usted a Su Majestad Juan Carlos como el legítimo rey de España?" Algunos piensan que la grosería del diputado por Monagas se deba a su pasado cuartelero. Yo difiero. Por dos razones: primero, porque él pasó muy poco tiempo en las Fuerzas Armadas antes de dedicarse al golpismo, la política y el enriquecimiento; no tuvo tiempo de interiorizar el verdadero talante de la vida militar. Lo que nos lleva a lo segundo: si hubiese permanecido más tiempo en ella —y no conspirando, sino sirviendo— se hubiese dado cuenta que la función de los subalternos es ayudar, con razonamientos y opiniones fundamentadas, a que su jefe logre mejor los objetivos. Lo que se llama: “trabajo de Estado Mayor”. Dada la importancia de la función, un jefe no puede darse el lujo de actuar por antojos, ni con pachotadas o malacrianzas. Que fue lo que hizo el señor.
El idioma y la democracia de verdad se parecen en mucho: ambos tienen algo que decir, su funcionamiento debe ser ordenado, tienen que tener sustancia, deben ser practicados desde sus rudimentos y hasta llegar a su perfección. Los verdaderos demócratas, al igual que quienes debemos hablar o escribir, solo llegan a serlo por la ejercitación constante y ajustándose a las reglas…
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