De primerito, quiero presentar a mis lectores —especialmente a quienes me reclamaron con llamadas y mensajes— mis más sentidas excusas por no haber aparecido la semana pasada. Resulta que el sábado me llamaron para informarme que una gentará, azuzada por el lenguaje agresivo de Boves II, había invadido una parcela que es de mi propiedad. Siendo que es la única propiedad raíz que poseo y que, por tanto, necesito conservarla, tuve que trasladarme a Barlovento, donde está situada, para solicitar apoyo a la autoridad. Cosa que no ha resultado muy eficaz porque mi parcela, y las de otros doce propietarios sigue ocupada por unos invasores ilegales. Todo el fin de semana se me fue en eso. Y el lunes, cuando debía regresar a Valencia para escribir, no podía salir de Higuerote porque los lugareños habían cerrado los accesos a la ciudad para protestar. Logré salir como a la una, cuando ya mi escrito debía haber llegado al diario. Y, para colmo, por un derrumbe en la autopista de Oriente, el tránsito fue desviado para que tomásemos aquello que la vieja canción denomina el “caminito de Guarenas” pero que se ha degradado hasta “caminucho”. Atravesar unos piche cuatro kilómetros que quizás tenga de ancho esa ciudad me tomó tres horas y media porque aquello era una merienda de “afro-descendientes” (para ser políticamente correcto) donde la incivilidad de los conductores se ponía de manifiesto cada segundo.
La ineptitud y la avilantez del régimen se las encuentra uno a cada paso pero en esas 72 horas se pusieron de manifiesto para mí como si fuese un muestrario. Por un lado, dejan desnuda la intención roja de acabar con la propiedad privada. Hecho que corroboró Estaban Dolero al promulgar este fin de semana pasado el documento por el cual se despoja a los propietarios de los frutos de sus esfuerzos, ahorros y previsión. Tal será la mala intención del régimen que no se había secado la tinta roja en eso que dizque es una ley cuando a las horas —de madrugada y simultáneamente— estaban ocupando predios, apartamentos y galpones ajenos por toda Venezuela. Por el otro, los cráteres en todas las carreteras de Barlovento, que semejan una escena lunar, demuestran lo insensato de poner a depender toda la vialidad del país de las manos de un burócrata que arrellana sus amplias posaderas detrás de un lujoso escritorio en un rascacielos caraqueño. Desde allí acredita que es inepto hasta la cacha, como la mayoría de los actuales funcionarios nacionales — porque no se les exige experticia para los cargos, sino fidelidad perruna al líder. Rodar por esa zona es como ir por el lecho de un río. Y no exagero al decir esto. Pongo de testigo a miles y miles de conductores que han tenido que reemplazar neumáticos, rines, muñones, tubos de escape y amortiguadores, y a cientos de personas que han sufrido lesiones, como resultado de esa mezcla de ineptitud e incuria que tanto mal le está causando a Venezuela.
Avisos en Margarita
Recientemente estuve en Laisla y pude regodearme en algunos cartelones publicitarios. No me refiero a los consabidos “Se bende. Infolmasion aqui”, con sus faltas de ortografía y acentuación —que los vi, lo juro— sino a los que por sus contenidos son chuscos y merecen un comentario. Como uno que identificaba la “Arepera Cristo Viene”. Con lo que uno queda en la duda de si es sólo la mera enunciación de la segunda venida que nos promete nuestra fe o es que Nuestro Señor es cliente asiduo del local. En Juan Griego hay una tienda que se llama “El Tiburón de la Isla”. ¿Quién se atreverá a entrar ahí, sabiendo que el dueño es ventajista y despiadado? Porque de eso es que es sinónimo ese término. O, para ponerlo en la tercera acepción del mataburros: “Persona ambiciosa que a menudo actúa sin escrúpulos y solapadamente”. Con lo cual uno llega a entender que el prefijo de llamada que usaba Elke Tekonté cuando llamó a la activación del “Plan Ávila” estaba bien escogido.
En el área de la restauración, la cosa es para coger palco. Hay un comedero (no quiero llamarlo restaurante) que se llama “El Caníbal”. ¡Por amor de Dios! Otro se llama “El Establo de Poncho”. Lo que lleva al subconsciente de uno a formularse una pregunta: “¿Quiénes comen en los establos?” Al autorresponderse: “los animales”, uno tiende a seguir de largo.
Pero el que —en una clara explicación de por qué las cosas están en Venezuela como están— sí le saca lágrimas a uno es el que proclama desvergonzadamente, como si fuera motivo de orgullo: “Millones de voces, una sola voz”. Esa admisión borreguil de que, aunque de labios (de bemba) para afuera se dice que esto dizque es una “democracia participativa”, lo que confirma es que estamos en una autocracia participadora…
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