Uno ya tenía la idea de atacar problemas actuales en el escrito y hete aquí que aparece un trasnochado cantando loas a su adorado y mofletudo comanpresi y criticando que uno haya opinado la semana pasada que Genghis Khan lo hubiera hecho mejor que aquel. Quería uno hacer comentarios acerca de cosas importantes y actuales: de las declaraciones del trío de médicos desde el Hospital Militar; de los más de $ 1,8 millardos que le han dado, de nuestros reales, a los cubiches en escasos tres años; de los intentos de callar a Globovisión; del trágico fin del hegemón libio; de lo que pudiésemos aprender de las recientes elecciones argentinas, etc. O sea, cosas que ayuden a pensar acerca de cómo mejorar la democracia en Venezuela. Y sale un paniaguado a decirme que su jefecito lindo tiene una media docena de doctorados concedidos por sus méritos y, por tanto, no puede ser comparado con un salvaje que no sabía escribir. ¡Por amor de Dios! Solo dos, —los venezolanos y los extranjeros— saben cuáles universidades se los concedieron, en razón de qué, cuánto hubo pa’ eso, cuán caros nos salen a los venezolanos esos pergaminos, y que el tipo no tiene pasta de doctor. Por lo menos para mí, que alguien salga raspado en el examen teórico de Táctica General en el curso para teniente coronel —y que después, cuando intentó aplicar sus defectuosos conocimientos durante la asonada del 4-F, haya salido raspado otra vez en el examen práctico— no tiene atributos, mucho menos aptitud, para un doctorado.
De las declaraciones del grupo de médicos que no tienen pacientes sino negocios en el Hospital Militar ya se ha dicho mucho. No vale la pena llover sobre mojado. Porque eso de afirmar que Navarrete no puede opinar sobre la salud de El Poseso porque no fue su médico, lo que hace es anular cualquier criterio que el trío exponga sobre lo mismo porque ellos tampoco lo han siquiera auscultado. Lo que quería comentar es algo que dijo alguno de ellos: que el tipo nunca había sido sometido a tratamientos psiquiátricos. Dos acotaciones: primero, eso es falso porque Edmundo Chirinos era su loquero de cabecera — posiblemente por eso es que actúa con tanta vesania y depravación—, y segundo, quizás por eso es que estamos como estamos: porque no lo ha revisado un alienista serio y responsable.
De la muerte del libio, lo que quería decir es que eso de, en un momento, creerse “rey de reyes” y, al ratico, su cadáver ser mostrado ¡sobre un refrigerador de supermercado!, es una medida de lo poco que el poder, los millones y unos pocos seguidores enceguecidos valen ante un pueblo determinado a quitarse de encima un yugo. A Mussolini le correspondió un final igual de abyecto. De Hussein, ni se diga. Lo que le toca a Libia ahora es arrancar de cero. Porque eso de pasar años y años bajo la mera voluntad de un mandatario que no reconoce texto constitucional tiene que socavar las bases de un país. Sin importar si es uno tribal, nómada y recién inventado o es uno con más de 200 años de tradición republicana y, mal que bien, estado de derecho.
De la reelección de KK, los venezolanos debemos entender que la oposición no puede ir desunida en países donde impera el populismo más orondo y el ventajismo oficial más descarado. A uno le tiene que llamar la atención que Argentina —un país ilustrado, donde abundan las librerías bien abastecidas y gente bien instruida— tenga una clase política tan siglo XIX, con gobernadores que no son sino gamonales, gavilleros a la orden y con sueldo del gobierno. Y con dirigentes que no entienden que en la unidad está la salida de los gobiernos ladrones e ineficientes.
De esas y otras cosas es que quería escribir. Pero tengo que replicarle al gaznápiro rojo. ¡Mire, señor! Genghis no sabía escribir, pero se rodeó de los ministros más eficientes (cosa que el de aquí no hace). Por eso, el imperio mongol permitía y propiciaba la libertad de comercio. Para eso, garantizaba la seguridad de los viajeros a lo largo de todo el imperio; se apoyaba en papel moneda que era sólido y reconocido desde Rusia hasta India y desde Persia hasta China; las tarjetas de crédito —sí, las tarjetas de crédito fueron otro invento mongol— permitían adquirir bienes bien lejos de la casa de uno. O sea, permitieron la expansión del intercambio comercial. Todo lo contrario de lo que hacían los supuestamente cultos señores europeos, que aislaban su feudo del vecino y no dejaban que las mercaderías circulasen libremente. ¿Podría su amado Elke Tekonté y su caterva de ineptos lograr algo parecido en seguridad de circulación, respeto al signo monetario y libertad de comercio? Ni de vainas…
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