En el transcurso de esta semana, habrá una noticia bomba en Washington. Y tiene que ver tanto con la ética en la administración de justicia como con la deontología militar. Será una noticia que puede servir para abrir los horizontes judiciales en un momento crucial de la historia. Se trata de la postura oficial que adoptará alguien muy cercano a Obama pero que no claudicará en sus principios por meras conveniencias políticas que puedan deformar y corromper lo que siempre ha mantenido. Les echo el cuento:
El general Mark S. Martins es el Fiscal General Militar de los Estados Unidos. Ningún abogado uniformado había sido mejor visto por el gobierno estadounidense porque —además de haber ocupado el primer puesto durante el ciclo formativo en West Point, de haberse ganado una beca Rhodes y de haber servido cinco años en Irak y Afganistán— estudió derecho y se graduó de abogado en Harvard junto con Barak Obama. ¡Una pelusa! Por eso, fue escogido por este para ayudarlo a redactar las políticas al comienzo de su gobierno y nombrado para presidir el sistema de comisiones militares que está llevando el caso contra los detenidos en Guantánamo acusados de cooperar en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Todo un “cangrejo” judicial puesto que el Congreso ha prohibido enjuiciar a esas personas en los tribunales civiles pero el Departamento de Justicia quiere que sean encausados por delitos que están en las leyes ordinarias estadounidenses, más no en el Código Uniforme de Justicia Militar ni en las convenciones de Ginebra.
El general Martins estará en el foco de todas las cámaras de TV y en los oídos de todos los periodistas cuando, en los próximos días, abra una audiencia preliminar sobre el 11-S que lo va a poner en rumbo de colisión con el presidente y el gobierno. Porque la pregunta clave será: ¿Es legal que los Estados Unidos utilice sus tribunales militares para decidir sobre delitos, como la conspiración, que no son reconocidos como crímenes de guerra según el derecho internacional? El gobierno pretende que así sea pero el oficial sostiene que no y quiere centrarse en cargos "jurídicamente sostenibles". La pelea no es nueva, desde el mismo 2001, los abogados militares han estado chocando con los abogados designados políticamente acerca de las leyes de la guerra. Los militares creen que los convenios de Ginebra no son aplicables a estos detenidos mientras que los civiles tratan de torcerles el brazo para que sean más “flexibles y expeditivos” en la aplicación de la Ley.
El general Martins, previsiblemente, va a contrariar un dictamen del Procurador General, que insiste en la postura del gobierno sobre la conspiración, porque cree que sería deslegitimar el sistema y ya anunció que se enfocará en los delitos que puedan ser sostenidos jurídicamente, como el clásico de “ataque armado a una población civil”. Lo que se busca es que, por aquello de la reciprocidad, cuando algún militar —digamos, un piloto accidentado— caiga en manos de un adversario —digamos, Irán— no le sean aplicadas leyes nacionales sino las que regularizan la guerra internacionalmente. El cómo los Estados Unidos vayan a juzgar estos casos va a influir necesariamente en cómo otros países tratarán a los gringos.
Toda esta reláfica es para que sirva de parangón sobre el cual conceptuar a los magistrados y altos mandos nuestros. Mientras que allá, todo un Rhodes Scholar está dispuesto a ponerse en la mala con su condiscípulo en un asunto de principios jurídicos; aquí, nuestros magistrados —muchos de ellos, madurados con carburo; y, algunos, hasta separados de la judicatura por irregularidades— se postran ante la orden que reciben desde fuera del tribunal. ¡Qué del tribunal, de fuera del país! Porque, insisto, se prosternan ante mandatarios extranjeros para decidir con miopía voluntaria algo que no es de derecho, sino de torcido: “hasta que no salga del coma y avise que va a estar ausente, está presente. O sea: está ausente pero no está ausente”. Mientras allá, el primero de su clase en una de las academias militares más reputadas del mundo va a decidir de acuerdo a lo que le parece deontológicamente correcto, dejando de lado la preocupación de que eso le puede costar el puesto y su futuro en la carrera que escogió; aquí, alguien que debiera vestir de blanco pero prefiere ponerse uniforme cubano verde, que se graduó en los últimos puestos del cuadro de méritos —lo que parece corroborar lo que dicen por ahí de que ahora para ascender a general o almirante no se necesita currículo sino prontuario— no pasa de ser un peón acomodaticio que echa por la borda todo lo que le enseñaron de ética a lo largo del ciclo formativo y la carrera.
Pobres diablos —unos y otros— que cuando salgamos de esta pesadilla —porque saldremos— deberán convertirse en reos prospectivos.
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