Lo malo fue lo que dijo de seguidas…
Porque pasó a señalar algunos factores negativos de la vida venezolana y empezó a atacar a los partidos que diferían del criterio que imperaba en el gobierno. Todos los que pensaban diferente eran traidores al Ideal Nacional. Parecía que los errores de la democracia justificaban su gobierno de fuerza. Y concluyó su mensaje informándole al Congreso su intención de celebrar un plebiscito para que los votantes decidieran —a la luz de los logros obtenidos por él— si se obviaban las elecciones venideras y se aceptaba que él y sus ministros continuaban gobernando cinco años más. En esos tiempos, yo de política no sabía nada (o sea, casi lo mismo que me caracteriza hoy) y, aún así, me dije: “¡Cáspita, este redomado felón ha depositado una deposición excrementicia con esa propuesta!” Claro que utilicé otros términos; pero como estamos en horario supervisado, debo edulcorar el léxico.
Para recortar el relato: El plebiscito no aparecía como instrumento en la constitución del año 53, por lo que los líderes de los partidos —muchos de ellos presos, en el exilio o “enconchados”— llamaron a la abstención porque el árbitro no era confiable y los resultados estaban arreglados de antemano. El “plesbicito” (como pronunciaban muchos) se llevó a cabo el 15 de diciembre y, ¡Oh, sorpresa!, se informó a la nación que la población había aprobado la continuidad del régimen. Ninguna organización seria reconoció los resultados y más bien, algunas personas se organizaron clandestinamente en una “Junta Patriótica” que fue instrumento para la aglutinación de los intelectuales, los líderes obreros, el clero, los educadores y los militares de grados medios para hacer cambiar el statu quo. El 1º de enero se insurreccionaron, fallidamente, la Aviación y algunas unidades del Ejército; durante los 14, 16 y 17 hubo otros alzamientos, también fallidos; hasta que en la noche del 22 la cosa pasó a mayores y en la madrugada del 23 —a menos de mes y medio del plebiscito— Pérez Jiménez huía del país en “la Vaca Sagrada”.
Como lo veo yo, la circunstancia actual en el país es muy parecida a la de esos tiempos: un mandatario que quiere eternizarse en el poder, una cuerda de ministros encallecidos en el enriquecimiento indebido, los altos mandos militares más obedientes al jerarca que a la letra y al espíritu de la Constitución, unos magistrados, un ministerio público y un consejo elector — que se suponen independientes del Ejecutivo— sumisos a la voz del amo. Pero con una diferencia: Pérez Jiménez y su gobierno eran supremamente nacionalistas; mientras que los de ahora están dejando que un par de carcamales caribeños decidan sobre los asuntos primordiales de la república. Y es más: les ponen en bandeja de plata al país —que fue el primero de Sudamérica en buscar su independencia— para que ahora devenga en colonia nuevamente.
Que quede claro, antes de que los esbirros de la policía política vengan a buscarme, que no estoy proponiendo para nada una solución parecida a la que tuvo éxito hace más de medio siglo; soy un demócrata convencido, siempre he escrito en contra de los golpes y los golpistas, y creo (tonto que es uno) que el voto es el arma del hombre libre. Pero entiendo también que ya está bueno de peticiones de diálogo a alguien que no sabe escuchar, ni cree que hay formas mejores de acción que las que ellos propugnan. Opino que es necesario recordar lo que dice el Art. 333 de nuestra Constitución. Y, por eso, suscribo entusiasmado el documento que presentó —a nombre de un grupo grande de venezolanos— el doctor Aristiguieta Gramcko y que comienza: “¡Hagamos cumplir la Constitución e impidamos la dominación cubana!”
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