Una de las versiones más recurrente acerca de lo sucedido en Fuerte Tiuna es la del abuso al imponer castigos por parte de uno de los hoy difuntos. Para ser franco, debo señalar que sangrientos episodios como éste, el del soldado que mató a dos de sus jefes recientemente, o como el del teniente que quemó con un lanzallamas a unos alistados hace varios años, no son cosa de estos tiempos recientes. Siempre hubo abusos en las Fuerzas Armadas por parte de algunos superiores. Y de cuando en cuando, retaliaciones por parte de subalternos a quienes se les había colmado la paciencia. Vienen a mi mente muchas vivencias. Unas, de casos de poca monta, pero que sirvieron para descubrir la personalidad futura del perpetrador; como el de las arbitrariedades que cometía cada viernes, hace cincuenta y seis años, Müller Rojas —hoy devenido en venerable miembro del santoral rojo—, quien abusivamente les quitaba dinero a quienes estábamos alojados en su mismo dormitorio para tener bastante con que beber sábado y domingo (a él la caña le gustó desde chiquito). Y otros de más envergadura, como el del teniente que, en el Comando Regional en Valencia, se vio impelido a dispararle a un coronel que, presumiblemente, lo acoquinaba excesiva y frecuentemente y lo “cargaba a monte” todo el tiempo. Afortunadamente, por milímetros no entró la bala en el cráneo y sólo le voló una oreja al abusivo. Como ésos, miles de casos más que conozco y que son el resultado de treinta y pico años sirviendo bajo bandera.
Compañeros de armas somos cuantos combatimos —unos, con un procesador de palabras porque estamos retirados; otros con instrumentos más letales por su condición de activos— porque tenemos un mismo ideal: lograr una patria grande, un país donde se progrese en lo económico y lo espiritual, una nación unida en la búsqueda de la libertad; y unas Fuerzas Armadas donde las impurezas del partidarismo no existan más, donde las pasiones mezquinas no tengan cabida, y en las que se oiga sólo las actitudes marciales de quienes sirven y el latir de los corazones que quieren vivir para ella y hasta morir por ella. Pero no por causas inventadas.
En todo caso, ya cumplida la gesta liberadora de nuestros próceres, ha quedado para los oficiales de hoy una tarea quizás menos refulgente en apariencia, pero más difícil en realidad, y por tanto, no menos atractiva: la de formar no sólo soldados sino ciudadanos. Con todo lo que eso implica de acatamiento a las normas justas, de respeto al derecho de los demás, de productividad para el avance nacional. Y eso no se logra con procedimientos “gomeros”.
Desde hace casi una década, los venezolanos miran a sus Fuerzas Armadas con desconfianza. Y hechos como los acontecidos recientemente no ayudan en nada a la recuperación de la estima que hasta hace poco tuvieron los militares en la sociedad venezolana. Hasta que los altos mandos no reflexionen acerca de la responsabilidad formativa que tienen, hasta que no entiendan que hay que predicar más principios cívicos y menos adoctrinamiento partidista a sus subalternos, y hasta que no sigan permitiendo que se irrespete los derechos del caudal humano que les entrega la nación para su perfeccionamiento, dichos jefes seguirán siendo estigmatizados justamente.
Hay que romper el molde de la vieja milicia machetera que, en una suerte de atavismo, pareciera que todavía está en la mente de muchos oficiales, especialmente en el Ejército. Los alistados, cuando regresen a la vida civil debieran recordar a sus oficiales como maestros que quisieron cuerdamente llevarlos hacia la evolución ascendente que el signo de los tiempos actuales. Ya se acabó con el reclutamiento forzoso, una de las mayores ignominias que manchaban a la república. Hoy, quizás acicateados por el hambre, muchos de los conscriptos, quizás la mayoría, llegan como voluntarios. La república debiera atenderlos como se merecen y a los oficiales que la representan no les es dado ignorar que tienen deberes que es preciso cumplir con los alistados porque representan la sangre joven de la nación y porque deben ser encaminados por la senda del bien moral. En las manos de la oficialidad pone la comunidad la clave de su porvenir, lo que el vientre de abnegadas madres ha dado a luz con dolor y los solícitos afanes de los padres (de quienes los tienen) ha cuidado por casi veinte años.
¿De qué manera puede llenar el Estado en este punto su misión? Teniendo como principal empeño la educación de sus oficiales, no sólo su instrucción, porque éstos no sólo deben ser los conductores de sus hombres en el combate, sino mucho más: los maestros, a veces los jueces, y los guías para una vida que debiera ser ancha y fecunda para esos muchachos al regreso a la vida civil. Pero para comportarse así, esos oficiales debieran estar al margen de la política chichera y, más bien, muy por encima de ella. ¿Será pedir peras al olmo? No creo...
Compañeros de armas somos cuantos combatimos —unos, con un procesador de palabras porque estamos retirados; otros con instrumentos más letales por su condición de activos— porque tenemos un mismo ideal: lograr una patria grande, un país donde se progrese en lo económico y lo espiritual, una nación unida en la búsqueda de la libertad; y unas Fuerzas Armadas donde las impurezas del partidarismo no existan más, donde las pasiones mezquinas no tengan cabida, y en las que se oiga sólo las actitudes marciales de quienes sirven y el latir de los corazones que quieren vivir para ella y hasta morir por ella. Pero no por causas inventadas.
En todo caso, ya cumplida la gesta liberadora de nuestros próceres, ha quedado para los oficiales de hoy una tarea quizás menos refulgente en apariencia, pero más difícil en realidad, y por tanto, no menos atractiva: la de formar no sólo soldados sino ciudadanos. Con todo lo que eso implica de acatamiento a las normas justas, de respeto al derecho de los demás, de productividad para el avance nacional. Y eso no se logra con procedimientos “gomeros”.
Desde hace casi una década, los venezolanos miran a sus Fuerzas Armadas con desconfianza. Y hechos como los acontecidos recientemente no ayudan en nada a la recuperación de la estima que hasta hace poco tuvieron los militares en la sociedad venezolana. Hasta que los altos mandos no reflexionen acerca de la responsabilidad formativa que tienen, hasta que no entiendan que hay que predicar más principios cívicos y menos adoctrinamiento partidista a sus subalternos, y hasta que no sigan permitiendo que se irrespete los derechos del caudal humano que les entrega la nación para su perfeccionamiento, dichos jefes seguirán siendo estigmatizados justamente.
Hay que romper el molde de la vieja milicia machetera que, en una suerte de atavismo, pareciera que todavía está en la mente de muchos oficiales, especialmente en el Ejército. Los alistados, cuando regresen a la vida civil debieran recordar a sus oficiales como maestros que quisieron cuerdamente llevarlos hacia la evolución ascendente que el signo de los tiempos actuales. Ya se acabó con el reclutamiento forzoso, una de las mayores ignominias que manchaban a la república. Hoy, quizás acicateados por el hambre, muchos de los conscriptos, quizás la mayoría, llegan como voluntarios. La república debiera atenderlos como se merecen y a los oficiales que la representan no les es dado ignorar que tienen deberes que es preciso cumplir con los alistados porque representan la sangre joven de la nación y porque deben ser encaminados por la senda del bien moral. En las manos de la oficialidad pone la comunidad la clave de su porvenir, lo que el vientre de abnegadas madres ha dado a luz con dolor y los solícitos afanes de los padres (de quienes los tienen) ha cuidado por casi veinte años.
¿De qué manera puede llenar el Estado en este punto su misión? Teniendo como principal empeño la educación de sus oficiales, no sólo su instrucción, porque éstos no sólo deben ser los conductores de sus hombres en el combate, sino mucho más: los maestros, a veces los jueces, y los guías para una vida que debiera ser ancha y fecunda para esos muchachos al regreso a la vida civil. Pero para comportarse así, esos oficiales debieran estar al margen de la política chichera y, más bien, muy por encima de ella. ¿Será pedir peras al olmo? No creo...
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