Daniel Samper Pizano
Hace algunos días, uno de mis hijos, a quien le ha dado por resolver crucigramas, le preguntó a su hermana el nombre de la deidad griega de la danza.
-Zorba -respondió esta después de reflexionar unos segundos.
-Faltan letras -insistió aquel.
-Ponga entonces que María Callas -ensayó la otra.
-¿Pero ella no era, acaso, la diosa del canto?
-Ni idea. Lo cierto es que el otro griego que me sé es Onassis, y bailaba poco.
La conversación me hizo sospechar que los jóvenes de ahora saben cada vez menos de mitología griega. Esa misma tarde leí por casualidad en una revista que ha descendido el número de estudiantes de Medicina que quieren especializarse en vías digestivas. La verdad, no sé cómo podría ser distinta la situación, si los únicos mitos actuales son los que vende Hollywood y si la característica más marcada de la sociedad urbanícola es la de estar habitada por supuestos especialistas en gastrología.
Todos nos creemos sabios en asuntos de digestión. Recomendamos lo que se debe y lo que no se debe comer, imponemos dietas, llevamos cuentas de calorías, hablamos de las úlceras como si fueran primas hermanas nuestras, y comentamos y escribimos libérrimamente sobre recónditas cuestiones del aparato digestivo que antes estaban veladas por el pudor. El político checo Václav Havel, por ejemplo, dedica buena parte de su diario en prisión
a comentarnos el embarazoso tema de sus almorranas: ¡todo un
presidente de la república!
Consecuencia lógica de este atrevido meneo de los temas digestivos es que impera una ignorancia cada vez mayor en torno al noble equipo fisiológico que sirve para procesar alimentos: mientras mayor el ruido, menores las nueces. ¡A ver quién habla sobre el páncreas, las neuronas, la presístole o los corpúsculos de Ruffini con la irresponsabilidad con que lo hace sobre la digestión! No, si a ella se le ha perdido todo respeto. Y es, insisto, por Ignorancia.
A mí se me ocurre que una buena manera de restablecer el temor a Dios, la reverencia al colon y el conocimiento de la mitología clásica sería mezclar la apasionante capacidad narrativa de los antiguos relatos griegos con la tangible proximidad del sistema digestivo. Creo que de este modo se fomentarán el
interés por el primero y el conocimiento del segundo.
Yo soñaría con que mis hijos estudiaran un texto donde el proceso de marras estuviera más o menos así:
Se conoce como Digestíada la aventura épica del Bolo en su largo y proceloso viaje a través del oscuro túnel de los alimentos. Bolo Alimenticio (para los amigos, simplemente Bolo) es el valeroso hijo único de Fermento y Ptialina. Impulsado por la descomposición de sus padres, Bolo se adentra por las cavernas bucal es y, a poco andar, rueda por un abismo que amenaza con
arrojado al túnel de la diosa Tráquea, donde lo esperaría una muerte segura a manos de los perversos Alvéolos Pulmonares.
Por fortuna, salta a tiempo el buen enano Hioides, que, escondido en un rincón del túnel, aplica una zancadilla a Tráquea, cierra momentáneamente una talanquera conocida como Epiglotis y desvía la trayectoria del buen Bolo hacia la ruta de Esófago, que es el camino correcto de los víveres.
Por este sendero llega Bolo hasta la gruta estomacal, donde divisa un amplio y jugoso salón. Lo esperan en él cuatro hermanas que tendrán fuerte influjo y algún flujo en el Bolo. Se trata de unas alegres deidades que llevan medio cuerpo debajo y medio cuerpo enzima. 'Bolo se divierte en prolongado baño con Pepsina, Enterogastrona, Renina y Mucina. Pasadas unas horas, se abre en el extremo del salón un portón majestuoso llamado Píloro. Allí, asomado, lo saluda un personaje de humor bastante ácido. Es Jugo Gástrico, rival de las cuatro hermanas, que le ofrece guiarlo al reino del tío Colon, así llamado por los maravillosos descubrimientos que ofrece al visitante.
Aterradas, Pepsina y sus hermanas advierten a Bolo que no caiga en la tentación de visitar a tío Colon y le ruegan que más bien se devuelva por donde vino: resulta un poco desagradable, pero evitará sinsabores. Bolo no les obedece. Hipnotizado, camina en pos de Jugo Gástrico. Mas, no bien traspone el umbral del Píloro, se cierra el portón y el malvado mensajero lo empuja hacia dos monstruos que aguardan en la oscuridad cantando vallenatos. Son el dúo Deno, que, armado de látigos vellosos, perseguirá a Bolo por las criptas de Lieberkühn, las glándulas del Brunner, el canal de Wirsung y el esfínter de Oddi. Al final, hecho papilla, nuestro héroe pierde hasta su nombre. Ya no lo llaman Bolo sino Quimo. Casi como el de Mafalda.
Bolo continúa su marcha por los delgados recovecos y de pronto penetra en un jardín florido y plácido. No ha terminado de solazarse con esta maravilla donde las margaritas alternan con los claveles, los claveles con las rosas y las rosas con las orquídeas, cuando nota dos ojos que lo miran desde abajo. Son dos ojos tristes, cuya melancolía le induce curiosidad. La dueña de los ojos es una criatura serpentina y casi transparente que no cesa de comer pasa-bocas como los gringos tristes frente a la pantalla del televisor.
-¿Dónde estamos? -le pregunta Bolo, intrigado.
-Esta es la flora intestinal -responde la criatura con cierto temor.
-¿Y tú qué haces aquí?
-Como -responde ella, con la boca llena.
-Eso veo -le comenta Bolo, mientras sacude migajas blandas y húmedas que salpica aquel triste ser-. ¿Y por qué comes tanto?
-Como -responde la criatura- para olvidar.
-¿Para olvidar qué? -pregunta Bolo, mientras piensa que en alguna parte ha leído un diálogo parecido.
-Como para olvidar que estoy deprimida.
-¿Deprimida por qué?
-Porque nadie quiere meterse conmigo.
-¿Nadie? -exclama Bolo, aún más conmovido-. ¿Ya qué lo atribuyes?
-A que piensan que como mucho -remata ella, con los carrillos repletos.
Bolo entiende que el problema es delicado. Quisiera permanecer más tiempo acompañando a esta pobre criatura, pero observa que por la pared desciende Jugo Gástrico.
-Te escribiré -le promete antes de despedirse-. ¿Cómo
te llamas?
A Bolo le parece escuchar que responde: «Tania». «Debe de tratarse de una rusa», piensa para sí Bolo. Y, cuando empieza a alejarse, escucha que ella le grita, al tiempo que brota de su boca una lluvia de fragmentos de comida:
-Pero todos me dicen «la solitaria».
Es comprensible, suspira Bolo. Y, todavía entristecido, huye por un estrecho y largo corredor, donde pronto tropieza con restos de otros aventureros. Reconoce, por ejemplo, a Polipéptido, su amigo de la infancia, y a Tripsinógeno, hermano medio del glorioso Páncreas, vencedor en la batalla de Bilis. Luego ve
con pavor cómo aparecen dos engendras llamados Peptidasa y Enteroquinasa, que cogen por su cuenta a los amigos de Bolo: al primero lo desdoblan y al segundo lo vuelven verdadera Tripsina. Bolo logra escapar y, luego de vencer a otros enemigos que salen a su paso, como Colecistoquinina y Úlcera, aterriza de repente en un recinto enorme: es el Intestino Grueso, donde tiene su reino el tío Colon.
Allí descubre que este extraño personaje permanece inmóvil la mayoría del tiempo y solo despierta, iracundo, dos o tres veces al día; lo hace entonces en medio de fuertes contracciones y huracanes insoportables, que plantean la necesidad de una evacuación general. Cuando Bolo cree que le ha llegado su hora y que no saldrá nunca de ese templo pestilente invadido de ventisqueros,
una mano invisible lo rescata. Es la de un dios incorruptible, justo y ecuánime llamado, por antonomasia, el Recto. Este le salva la vida, aunque le advierte que en adelante perderá su apellido primitivo: ya no será Bolo Alimenticio, sino que lo llamarán Bolo Fecal e incluso cosas más desagradables. Nuestro héroe hinca una rodilla en mucus y acepta resignado. El Recto señala entonces una lejana luz y le dice:
-Allí queda el Oráculo, aunque no todos lo llaman por su nombre completo. Dirígete hacia él y encontrarás la única salida posible de este laberinto.
Bolo se despide agradecido y parte lleno de esperanzas en dirección al resplandor. Pero antes de que consiga abandonar la infernal caverna, tendrá aún que defenderse del inesperado ataque de las Hemorroides, unas monstruosas y sanguinarias serpientes que se agazapan en la puerta de la madriguera.
Finalmente, Bolo logra abandonar el espantoso dédalo. Está irreconocible y vuelto chicuca, o aun peor. Pero vivo. Su aventura por las vías digestivas ha terminado. La Digestíada llega a su fin.