Hoy quiero darme el gusto que no pude la semana anterior, cuando me tocó dispararle al MinPoPoDef por admitir paladinamente que hay 1500 espías cubanos actuando dentro de nuestra institución armada. Voy a comentar acerca del De rerum natura de Lucrecio, un libro que —después de estar perdido por más de diez siglos— ha condicionado fuertemente la mentalidad occidental actual.
Quien me recomendó leerlo fue el Dr. Édgar Sanabria, nuestro profesor de Filosofía en el último año de carrera —en esos tiempos, la “Superioridad” se preocupaba por dotarnos de una formación lo más completa posible. En 1858, el “Flaco” Sanabria era miembro de la Junta de Gobierno que se encargó del Poder Ejecutivo luego de la huida del general Pérez Jiménez. Pero no por eso dejó de dictarnos cátedra. La única diferencia con las clases que daba antes era que, ahora, había un edecán sentado en el último pupitre. En su primera después de llegado al poder, llegó con su característica sonrisa y un revólver en la mano, diciendo: “Al que se duerma, lo despierto de un balazo”. A la hora del receso, iba al comedor de oficiales a tomar café y, frecuentemente, el alférez de guardia lo acompañara para conversar. Una vez me tocó a mí y yo aproveché para preguntarle por qué, siendo que nuestra alma es eterna, sentíamos tanto temor ante la muerte. Fue cuando me recomendó el libro. Que no conseguí en librería alguna. Tuve que leerlo en la Biblioteca Nacional, por cuotas, durante mis salidas de fin de semana. Solo lo pude comprar unos doce años después, cuando estaba haciendo un post-grado en Northwestern University. Me lo encontré revisando los libros de segunda mano que venden muy baratos en las bibliotecas universitarias. Y lo tuve hasta que lo doné al Seminario de Valencia junto con otros referidos a religión, filosofía y latín. Pero ya basta de proemio, entro en materia.
El núcleo del libro es una profunda, terapéutica, meditación acerca del miedo a la muerte. “Nada significa la muerte para nosotros” explicaba el autor. Y añadía que pasar la vida entera en ansiedad por ese temor haría, sin duda, que la vida se nos escapase incompleta. Porque no la disfrutaríamos.
Para llegar a esa inferencia, tomó lo que quinientos años antes de él propuso Demócrito: que todo lo que existe está formado por unas partículas indestructibles, pequeñísimas que no pueden ser divididas. De allí su nombre: “átomos”. Hoy, además de saber que eso es verdad, los hemos visto y hasta nos atrevemos a dividirlos; pero llegar a esa conclusión hace veinticinco siglos, sin tener posibilidades empíricas de probarlo, habla muy bien de la solidez del razonamiento de esos filósofos. Lo que añadió Lucrecio a esa teoría fue algo que solo en el siglo XIX sistematizó y popularizó Darwin: que todas las cosas, incluyendo los humanos, han ido evolucionado durante millones de años; que en el caso de los organismos vivos se trata de un principio de selección natural; y que nada, desde un microbio hasta el sol que nos alumbra, durará para siempre. Que solo los átomos son inmortales. Que en un universo así no hay razón para pensar que la Tierra y sus habitantes ocupan el lugar central. Que, por tanto, no hay posibilidad alguna de triunfar sobre la naturaleza y su constante hacer, deshacer y rehacer. En esas afirmaciones se basa para proponernos cómo deberíamos vivir. Nos dice que una forma de vencer el temor a la muerte es aceptando que uno, y todo lo que está a nuestro derredor, es transitorio. Que, por ende, es correcto disfrutar de la belleza y evitar el dolor; que es legítimo cuestionar la autoridad y las doctrinas recibidas; que se puede vivir una vida ética sin necesidad de pensar recompensas y castigos post mortem.
Lo dice porque él es, a su vez, discípulo de Epicuro, un filósofo que ha sido malentendido por siglos, y hasta hoy. Porque sus enemigos inventaron calumnias acusándolo de libertinaje. En realidad, Epicuro vivió una vida simple y frugal. En una de sus pocas cartas que perviven, explica: “Cuando decimos que el placer es el objetivo, no nos referimos a los placeres (…) de la sensualidad. El febril intento de satisfacer ciertos apetitos —una sucesión ininterrumpida de beber y de juerga (…) de amor sexual (...) de disfrute de una mesa de lujo— no pueden conducir a la paz mental, que es la clave para el placer duradero”.
Yo tiendo a pensar así; creo que los humanos no tenemos paz porque sufrimos de apetitos indebidos, y que estos nos conducen hacia la envidia y otros pecados capitales. Al tiempo, descuidamos los que más necesitamos para una existencia placentera: vivir con prudencia y honorabilidad, demostrar justicia, templanza y valentía; hacer amigos y ejercitar la caridad. Lo cual es fácil de decir, pero…
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