No solo porque el diccionario diferencie entre ambos términos. Es que una cosa es la igualdad, ese “principio que
reconoce a todos los ciudadanos capacidad para los mismos derechos” —cosa que
es loable y posible de lograr—; y otra, muy distinta, el fulano igualitarismo,
que no pasa de ser ese afán demostrado por el régimen para rechazar la
alteridad, para desconocer las diferencias intrínsecas a las personas, para acabar
con lo poco de excelencia que queda en el país y para aplicarnos a todos el
rasero y emparejarnos por lo bajo. Esa
manera de pensar es un atentado contra la libertad de escoger; impide que los
individuos busquen surgir, destacarse y mejorar en los menesteres y asuntos más
diversos. Es la negación de la meritocracia
—que ha devenido en mala palabra por aquí desde hace quince años— y la
instauración de la mediocridad en todo.
Por eso es que tenemos unos ministros que no son capaces ni de sacar a
un perro a mear, unos directores de hospitales que probablemente dejarán morir
de mengua a sus pacientes, unos “educadores” que hacen huir de los salones a
nuestros jóvenes, y unos mandos militares que en otros países se hubieran
quedado antes de la mitad del camino.
La igualdad debe
entenderse como un concepto jurídico de aplicación práctica para el logro de
los grandes objetivos nacionales; implica que dos ciudadanos deben ser tratados
igualmente si poseen méritos iguales (o si han incurrido en una misma
contravención); no llega a ser un concepto ontológico per se. Con él se busca el progreso del país, al
mismo tiempo que facilita el surgimiento de las personas que por su excelencia
han de ayudar a la comunidad en su camino hacia el progreso y el
desarrollo. Yo estoy seguro de que
cuando los líderes socialistas de finales del siglo XIX propusieron aquel
apotegma de “a igual trabajo, igual remuneración” no estaban significando la
aberración actual: que si dos personas están clasificadas como “Electricista
II” en el manual descriptivo de cargos, deben percibir la misma cantidad como
salario. Al proponer esa forma de
remunerar, lo más probable es que no hubiesen dejado de lado aquel otro
sintagma socialista, el de Bakunin, de que “de cada
uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”. Si uno de los electricistas del ejemplo
trabaja más y con mejor calidad que el otro, lo sensato es que se le remunere
mejor. Igual debería ser si uno se
desempeña en Chacao y el otro en Puerto Páez; o si uno trabaja en redes de solo
110 voltios y el otro con los conductores que vienen de Guri y tantas mentadas
de madre les han significado para Jesse.
Pero eso no es lo que quiere el régimen.
Nos quiere a todos igualiiitos.
Si siguen así, dentro de poco todos vamos a estar usando los trajes Mao
de los años setenta en China.
Hay quienes proponen
que “libertad” e “igualdad” conforman una dicotomía; porque si te obligan a ser
“igual” te están quitando la libertad.
Por el contrario, y como ya lo asomé más arriba, es posible que convivan
armónicamente ambos principios. De
hecho, de acuerdo al contrato social todos somos “igualmente libres”. Pero esto no lo entienden los rojos-rojitos
de por aquí y, por eso andan en esa manía “socialista-siglo-veintiuno” de
restringirnos las libertades a fin de lograr una “igualación” para todos, limitados
por unas comunas decididas en contra de la Constitución. Hacerlo así es artificial (y hasta contra
natura). Por lo que no lo han de lograr,
sin importar cuantas irracionalidades y violencias empleen para hacernos creer
que la luna es pan de horno.
Pero, al igual que en
“Rebelión en la granja”, la novela de Orwell, va apareciendo una clase
privilegiada compuesta por la nomenklatura,
los altos mandos militares, los boliburgueses y los bolichicos que
justifica (y nos restriega en la cara todos los días) la reforma que el Cerdo
Mayor hizo de la regla siete: “Todos los animales son
iguales, pero algunos animales son más
iguales que otros". Y pasan
por delante de los ciudadanos de a pie con sus camionetotas blindadas y su retinue de escoltas, haciendo jactancia
de cuánto han robado pero, al mismo tiempo, dejando muy claro que la
aspiración igualitaria que propugnan a cada rato de labios para afuera no pasa
de ser una hipocresía y una interpretación desquiciada de la naturaleza humana.
Remato transcribiendo
algo que leí y que fue lo que me hizo entrar en la materia de hoy. Es un párrafo del discurso que pronunciara Ramón David León —periodista íntegro y combativo toda
su vida— en la casa natal de Andrés Eloy blanco, en Cumaná, en 1967: “…el
igualitarismo criollo lo era de superación y ascenso. Llevó el de abajo a lo
alto, abriendo caminos y ancho campo al esfuerzo varonil, a los valores éticos
y al mérito intelectual. Por eso, ni envidioso ni resentido, no atrapó el de
arriba para estrellarlo contra el suelo, dándole la igualdad estéril de la
impotencia y de la mengua”. Ojalá
pudiera el régimen entender eso. Pero
como que les es muy difícil…
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