La escena de “Romeo y
Julieta” más reconocida popularmente es, quizás, la del balcón; y la gente
recita, equivocadamente, aquello de: “Romeo, Romeo, ¿dónde estás que no te
veo”. El “que no te veo” de ese verso no
aparece en parte alguna del drama, pero como hace una rima fácil, se hizo pegajoso
y se convirtió en popular. Lo que sí
recita Julieta más adelante es: “Eso que llamamos rosa, por cualquier otro
nombre olería igual”. Igual pudiera
decirse de las demás fuentes de olor. O de hedor, que es a lo que nos toca
referirnos hoy. Porque lo que más
detectan los órganos olfatorios venezolanos últimamente son chocantes fetideces
de mapurite, pestilencias de corneciervo, tufos de carroña al aire. Todos ellos originados por los capitostes del
régimen. Y eso, sin referirnos a las hediondeces que dejan a su paso por las
riquezas corruptas que han acumulado y muestran con desvergüenza. Ni las del
“gas del bueno” que con tanta prodigalidad reparten.
¡Qué todo hiede a
dictadura, pues! No importa que traten
de camuflarla con otros nombres, lo cierto es que ya pretensiones de arropar
con un manto de democracia lo que hay en Venezuela actualmente ya son
inútiles. Quedaron al descubierto ante
todos, dentro de Venezuela y fuera de sus fronteras. Ya el mundo entero ha visto las horrorosas
imágenes de la represión más brutal; ayer fueron las de la infame guardia
dándole con el casco a la pobre Marvinia, hoy son las dos de la viuda de
González Bustillos: la primera, tratando de convencer a las tropas antimotines
de disminuir la violencia y, la segunda, momentos después, cuando varios
sayones uniformados le disparan por la espalda mientras se alejaba. Ya hasta en el Tíbet y Mongolia se sabe que
los rojos —“guiados” por el capitán Hallaca— han montado un ataque artero,
cobarde, cayapero, contra María Corina para despojarla, sin fórmula de juicio,
contra todo lo que estipulan la Constitución, las leyes y el Reglamento Interno
de la Asamblea de su condición de diputada.
Y no una legisladora cualquiera: los solos votos de ella totalizan más
que los de unos veinte legisladores rojos de medio pelo. Ya hasta en Timbuktú y Saigón se sabe que no
hay separación de poderes en Venezuela.
Y que eso es así porque la gerontocracia cubana se lo ha impuesto a los
rojos locales; primero fue al Atila sabanetense —cuyo enamoramiento fue tal que
decidió ir a morirse a Cuba— y ahora al en mala hora heredero: el
nortesantandereano.
Hasta el más babieca
sabe que todas las persecuciones que sufren los opositores, sin importar el
partido en el cual militen, ni la importancia que tengan, ni el cargo que
ejerzan, es una añagaza más del régimen para, por un lado, distraer a las masas
para que no vean las brutales subidas de precio que autorizaron y, por el otro,
aprovechan para defenestrar o apresar a líderes populares que los
antagonizan. De ese mal sufren:
Leopoldo, Scarano, Serrano, María Corina, Mardo, Azuaje. Pero no olvidemos a otros que padecen de los ukases ejecutivos que cumplen
borreguilmente los judiciales en complicidad con la fiscala y la difamadora del
pueblo: Simonovis, Afiuni, y la ya casi media centena de estudiantes presos por
manifestarse.
Y por si no bastase,
ya hay más de una demostración de que el régimen no se para en miramientos y
apela a homicidios selectivos y a “desaparición” de personas para
imponerse. O para que les sirvan de
escarmiento en cabeza ajena a gente que les incomoda. ¿O es mera coincidencia la muerte reciente,
en el Ávila, de los dos ciclistas? Ambos
estaban emparentados con opositores muy reconocidos, como López y Ocariz; ambos
estaban relacionados familiarmente con los propietarios de la Polar. ¿Coincidencia? ¡Ni de vainas!
Lo malo, es que lo
que se ve en el horizonte es un empeoramiento de la circunstancia. Porque ya las protestas no se limitan a los
sectores de clase media: ya en Catia marchan y cacerolean sin temerle a eso que
llaman impropiamente “colectivos” —cuando no son sino bandas asalariadas—, ya
las multitudinarias manifestaciones en el sur de Valencia dejaron claro que el
pueblo está unido en la protesta, a pesar de las veladas amenazas de Ameliach. La casta roja —que cree que tienen el derecho
de eternizarse en el poder aunque sea desechando el barniz democrático que los
cubre— siente que debe impedir las protestas como sea. Ya bastantes armas y más que suficiente plata
han repartido con ese propósito, ya bastante intoxicación mental han infundido. Y como unos cuantos muertos más no son sino
una raya más para el tigre…
Están a tiempo de
reflexionar. Por estos días se están
cumpliendo veinte años del genocidio de Ruanda.
Allá, un grupo, apoyado con armas y dinero desde el gobierno, se
desmandó y empezó a matar a quienes pensaban distinto. Pasaron de 800 mil los muertos en menos de
cien días. O sea, más de 300 diarios; más
de cinco por minuto. En manos de los que
detentan el poder está que no nos pase algo parecido…
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