Primero. Si algo
tiene que tener claro todo el mundo, después del encuentro de hace algunos días
entre el régimen y una parte de quienes se le oponen es que este lo que busca es
poner en escena una estratagema bifronte muy frecuente en los rojos: por un
lado, intentar correr la arruga hasta que el transcurrir del tiempo les permita
regresar sobre sus pasos y seguir en su empecinamiento de llevar a los
venezolanos a un socialismo real (pero disfrazado a la moda del siglo XXI) a pesar
de que abundan los ejemplos de que esa vaina no funciona; y, por el otro,
tratar de lavarse la cara y las manos ante la escena internacional: “¿Se
fijan?, nosotros haciendo todo lo posible para fomentar, con el diálogo, la paz
en nuestra patria y ellos, cuerda de malagradecidos, empecinados en tirar la
burra pa’l monte”. Pero la jugada fue
descubierta por tirios y troyanos desde el mismo “vamos a darle”.
Señales de eso abundaron: la ventaja de estar 13 a 11 en la
mesa, el abuso discursivo del nortesantandereano al usar una hora del tiempo
para repetir sus mentecateces de siempre, la “viveza” del vice al emplear su
posición como moderador para tratar de enmendarles la plana a los dirigentes de
la oposición. Pero, por sobre todo, la
selección de una media docena de pendencieros habituales que sufren de escaras
mentales para conformar su delegación es signo claro de que no se quiere llegar
a ninguna parte. Cómo será de cierto que,
en comparación, Jaua, el más rojo de todos ellos, pareció un hábil diplomático. Ni Ojitos Lindos, ni la Eckaut, ni Jorgito,
ni Aristóbulo tenían lugar en esa mesa si lo que se buscaba era solucionar el statu quo. Queda la duda, claro, si fue que estos se le
impusieron a quien detenta la presidencia.
Mención aparte merece el tupamaro; ese impresentable estaba más fuera de
lugar que un que
un chorizo en una ensalada de frutas. Porque no tenía nada que aportar, ni la moral
para hablar de avenencia y conciliación, ni —mucho menos— sugerir un Nobel de
la paz para quien desde muy antiguo lo que ha hecho es buscar pendencia.
Segundo. Faltaron materias
en la agenda. Menciono dos solamente.
En principio, es urgente que se converse sobre la
injerencia indebida de cubanos en lugares claves de las grandes y graves
decisiones nacionales. Mientras los
cubiches sigan tomando las decisiones y
ordenando en lo referido a identificación, defensa, policía, registro y
educación (por mencionar solo unos pocos) no tendremos la tan cacareada
soberanía. Tengo muchos amigos de esa
nacionalidad; unos que llegaron huidos en los sesenta y otros que salieron
recientemente aprovechándose de la nueva ley.
Ellos tienen que entender que nosotros nos sentimos ante los enviados
por los Castro, como sus bisabuelos mambises
veían a los soldados españoles enviados por la metrópoli para agotar las
riquezas del país, someter a los naturales y mantener los obscenos privilegios de
los jerarcas colonizadores. Esa gente tiene que
salir, y pronto, para que Venezuela deje de ser una provincia más de Cuba, como
Santa Clara o Pinar del Río.
Luego —y tan importante como el punto anterior— está lo de
la necesidad de reinstitucionalizar a las Fuerzas Armadas. En ese aspecto, me uno a Rocío Sanmiguel y a
otros para señalar que era primordial asomar, por lo menos, el tema de la
partidización que se ha hecho —contrariando, una vez más a la Constitución— del
estamento militar. Es obsceno, por decir
lo menos, el comportamiento de las personas que conforman los altos
mandos. De seguro que fueron escogidos
para esos cargos por eso precisamente: porque, de cara a sus intereses
individuales, necesitan demostrar personalidad de ciclista: por arriba, cabeza
gacha; por debajo, ¡pata con ellos!
¡Y cómo abundan! No
tengo acceso al escalafón oficial, pero los números que andan por ahí señalan
que pasan de 1600 los generales y almirantes activos. En mis tiempos, 12-14 de dos soles y 110-120
de uno bastábamos para mandar las Fuerzas Armadas. Hoy son tantos que algunos, sin
pena alguna, aceptan cargos que eran para tenientes coroneles. Doy algunas estadísticas, para comparar:
Rusia, que tiene unos 150 millones de habitantes —de los cuales, 1,2 millones son
su pie de fuerza—, llega a 850 oficiales de insignia; Estados Unidos, con más
de 300 millones de habitantes y 1,3 millones en contingente, no puede tener,
por orden del Congreso —porque allá sí se le pone checks and balances al Ejecutivo— más de 877 estrellados (soleados,
diríamos aquí) entre Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Marines. Con un añadido: por
ley, los de cuatro estrellas no pueden ser más de veinte. Y esos grados son
temporales: duran mientras la persona está en un cargo que exige ese rango; al
salir de él —para otro destino o para el retiro— regresan a las tres estrellas
que tenían antes.
Alguien, con fortuna, explicó que, antes, para ser general
se tenía que tener currículo; y que ahora pareciera que lo necesario es tener
prontuario. En verdad, son varios los
que han sido sindicados —dentro y fuera de nuestras fronteras— como presuntos
comitentes de delitos. El gobierno que
deba reemplazar al régimen actual tiene que tomar medidas muy serias en la
despolitización del ente armado. Los
mandatarios actuales tampoco debieran soslayar esa tarea y ser los que acometiesen
esa tarea. Pero les da físico culillo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario