La frase que sirve de
título se la escuché a Martha, mi hija, hace algunos días. Conversábamos acerca de las dificultades
crecientes que debemos de vivir los venezolanos hasta para las cosas más
nimias, como comprar harina Pan, y ella propuso ese símil. Cada vez más nos parecemos a los cubanos que
decidieron —por comodidad, por temor a lo desconocido, por estar de acuerdo con
Fidel, o porque sencillamente no conseguían unos neumáticos para hacer una
balsa— quedarse en la isla. La
consecuencia, igualito que allá: que cada día aumentan, junto con las escaseces
y las dificultades para todo, las sartas de mentiras que descaradamente sueltan
los gobernantes para tratar de hacer ver que es normal eso de tener que madrugar
y hacer una cola para comprar un pollo nicaragüense relleno de hormonas, y que
la falta de alimentos es causada por una fulana ‘guerra económica’ que no
existe sino en la mente de ellos. La realidad
es que se debe a la ineptitud de los que no saben y la corrupción de los que sí. Que es la característica de esos regímenes
totalitarios que dicen —de labios para afuera— creer en la democracia pero que
están dispuestos a cualquier cosa por eternizarse en la manguangua.
La nieta mayor terció
para completar el parangón: los cubanos que se marcharon primero fueron los que
tuvieron que luchar más duro para poder sobrevivir en un país y una realidad
muy diferentes a los que conocían. Hoy,
muchos son adalides empresariales; otros, profesionales exitosos, y todos — incluidos
los menos preparados— viven con más salud, educación, seguridad y confort que en
el lugar de donde salieron. Igual está
pasando con la emigración venezolana de hoy —que, más que emigración, es fuga
de cerebros, otro delito por el cual debieran pagar los capitostes causantes del
éxodo—; todos están contribuyendo con sus conocimientos, su vigor y esfuerzos a
enriquecer las economías de unos países menos ciegos que el nuestro en eso de
lograr el desarrollo.
Los que nos
quedamos aquí, vemos como cada vez nos parecemos a la Cuba muerta-de-hambre que
generaron Fidel y sus conmilitones. Con
una diferencia: aquí, la
demagogia gobiernera construyó (en vez de un ‘hombre nuevo’) unos individuos —no
me atrevo a decir ‘ciudadanos’— anárquicos que se creen que están autorizados para todo,
que no respetan las leyes ni, mucho menos, las reglas de convivencia. Porque, según ellos, ‘estamos en democracia’. Como si la democracia fuese equivalente a caos,
anarquía, irrespeto a los demás. El
régimen, desde el inicio, instauró esas perturbaciones para ganarse el voto de
eso que ellos llaman ‘pueblo’ pero que en mucho no pasa de ser horda. En ellos delegaron la atribución de meterle
miedo al verdadero pueblo, obligarlo a mantenerse puertas adentro, aterrorizado. Y a quienes denunciamos estas cosas y
exigimos que haya, en verdad, el Estado de Derecho que preconiza la
Constitución, nos intentan estigmatizar como reaccionarios, conspiradores,
ultraderechistas. No, solo queremos que
entiendan que no puede quedarse en ser solo régimen, que deben dejar de ser
meros mandantes y convertirse en mandatarios, que tienen el deber de garantizar
la seguridad, el orden y la convivencia pacífica; no aupar la intolerancia y el
odio social.
Reconozco
que lo anterior no pasa de ser un desiderátum porque, desde hace ya largos
quince años, quienes mandan son unos enanos mentales y morales que aplauden
perversamente las violaciones de las reglas, que solo creen en repartir
prebendas y que tienen miedo de pagar el costo político de arrugar el ceño y
decir: ‘Eso no se debe hacer’. Una
sociedad es solo democrática cuando sus componentes tienen iguales cantidades
de derechos y deberes. Pero no es lo que
preconizan los rojos. Olvidan que las
sociedades, al igual que en nuestras familias, tiene que haber tanto premios
como castigos; porque, si no, la justicia se va al traste y se pierde los
límites. No son demócratas —ni siquiera
‘progres’— esos que secundan el libertinaje.
Para ser verdaderamente progresistas debieran auspiciar más la libertad
y menos el desorden; dar el ejemplo en la frugalidad y el trabajo esforzado que
tanto sirvieron en el pasado para el adelanto personal y el progreso del
país. Es verdad que hay que tenderle una
mano a quien padece de marginalidad. Eso
es obligación irrenunciable desde los albores de la humanidad. Pero diseñar una política para que esas ayudas
sean eternas y, así, hacerse de un clientelismo casi feudal es obsceno. Las mal llamadas ‘misiones’— debieran ser
solo durante un tiempo específico: hasta que esa gente pueda ganarse el pan con
su trabajo. Pero los rojos harán
cualquier cosa por los pobres, menos sacarlos de la pobreza. Los necesitan
—sin importarles lo denigrante de esa condición— para poder eternizarse
en el poder.
Propiciados
por el régimen, hay en Venezuela un quiebre moral y una ruptura del contrato de
convivencia. Eso nos ha convertido en
—para reiterarlo con las palabras de mi hija— los cubanos que no se
fueron. Es el producto de quince largos
años aguantando demagogos en el poder.
Lo que nos lleva a Malraux: ‘Cada país no sólo tiene los dirigentes que
se merece, sino que se les parece’…
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