Dentro de pocos días se cumplirá
cien años del comienzo de lo que se llamó en esa época la Gran Guerra y después
pasó a ser conocida como la Primera Guerra Mundial. Fue una conflagración que inicialmente debió
estar limitada a dos países en el centro de Europa pero que al final implicó
una lucha en la cual se enfrentaban combatientes de los cinco continentes y que
necesitó el llamamiento a las armas de casi 65 millones de soldados.
¿Por qué se llegó a este
horrible hecho después de que Europa había disfrutado de un siglo de relativa
paz? Antes de contestar, hay que señalar
que los estadistas europeos, a partir de 1814 habían diseñado un sistema de equilibrio
del poder que devenía de la aceptación tácita
de una norma: ninguna nación podía adquirir una posición predominante que le
permitiera dominar a las otras. Si lo intentaba, las otras se coaligaban y lo
intimidaban. Era una política disuasoria
que buscaba impedir la aparición de un nuevo Napoleón que se apoderara de Europa.
Su objetivo era asegurar la paz no
dando a las guerras ninguna perspectiva razonable de ganancia y haciendo
que las pocas hostilidades que llegasen a producirse quedasen restringidas a
objetivos limitados que no amenazasen el equilibrio
existente, que se resolviesen en pocos días mediante una o dos batalla
decisivas.
El pero estaba en que la supervivencia de ese sistema de seguridad colectiva requería que una de
dos cosas: un gobierno constitucional en el cual el parlamento pudiera ponerle
frenos al mandatario que tuviese afanes de ganancia o gloria; o, en las
monarquías absolutistas que abundaban a comienzos del siglo XX, un soberano responsable,
prudente, capaz de auto-refrenarse y de hacerse obedecer por los militares. Autoridades
así dejaron de existir en Alemania después de la muerte de Guillermo I, en
Rusia después de la muerte de Alejandro III, y en Austria-Hungría cuando
Francisco José comenzó a declinar por la senectud. A eso, súmesele que Francia era una república
donde no había gobiernos fuertes; tanto que en los 45 años de la pre-guerra hubo 42 ministros de Guerra y Marina. En ninguno de esos países había instituciones
políticas — apoyadas sobre bases constitucionales— capaces de ejercer la
autoridad sobre los militares.
Mucho del drama se debió a que el planeamiento y
la política militares se dejaron casi exclusivamente en manos de los altos
mandos. Eso llevó a que durante la Gran Guerra se pudiera
observar el sorprendente espectáculo de inmensas maquinarias humanas —con todo y sus piezas de
repuesto— avanzando según unos planes irreversibles hacia lo que devino en un
frente fortificado desde Suiza hasta el mar, con flancos imposibles de rodear,
y en el cual tantos millones de vidas fueron sacrificadas en una ordalía cruel
y en vano. Esa guerra nunca ha sido
igualada en la relación sacrificios sangrientos versus logros mezquinos.
La decisión se produjo
finalmente, no por una batalla decisiva de las que preconizaba Klausevitz, sino
por el agotamiento del recurso humano.
Los
disparos que hizo Gavrilo Princip el 28 de junio de 1914 no solo asesinaron al
archiduque Francisco Fernando y su esposa; fueron también las primeras notas de
una sinfonía trágica marcada por los compases de billones de disparos de todo
calibre y terminada en una coda de más de treinta millones de personas inmoladas.
También fueron el pistoletazo de salida para la concreción de un fatal cronograma de
movilizaciones. Entre el 28 de julio y
el 23 de agosto volaron declaraciones de guerra por toda Europa. Y hasta el lejano
Japón se metió en la contienda.
Bárbara Tuchman nos explica en “The Guns of August”
que "Europa era un montón de
espadas, apiladas tan delicadamente como briznas de paja; no se podía sacar una
sin mover las otras". Lo que
faltaba era un incidente casual, una decisión imprudente o un gesto desesperado
para que se desencadenase todo. Los hechos de Sarajevo fueron ese
detonante. Por desdicha, el asesinato del heredero de un
emperador al que le quedaba poca vida — uno que reunía condiciones personales,
firmeza de carácter y visión política— impidió que llegara a la corona alguien
que hubiese podido detener la descomposición
política de Austria. Y, así, de la
guerra.
Por estos lados, y cien años
después, no sería malo que meditásemos sobre estas cosas y reflexionemos si
debe darse a los militares tanta intervención (y hasta intromisión) en asuntos
de Estado. Primero, se puede correr el
riesgo de confundir unos objetivos militares designados por oficiales sin
formación política con los grandes objetivos nacionales. Aquí no es muy probable que ocurra porque lo
que abunda son jefes que dan ganas de llorar por su enanismo mental, su avidez
de riqueza y su genuflexa sumisión a los colonizadores cubanos. Pero puede suceder… Después, por la existencia de un poder
legislativo que no sirve de check &
balance del ejecutivo sino que le estampa sello de legitimidad a todos los
desmanes que decidan el capitán Hallaca y el PUS. Y, para rematar, un “monarca” poco ilustrado que se resiste a
dejarse asesorar por consejeros sensatos e ilustrados, que trata de sofocar la
participación ciudadana, y que se aferra a sus prerrogativas —sin darse cuenta de
que, en realidad, ya no puede ejercerlas.
O sea, igualito que su tocayo Nikolai en la Rusia de 1914…
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