martes, 12 de agosto de 2014

Pajarobravismo a millón

 
 
Dejémonos de vainas: pongámonos la mano sobre el pecho y reconozcamos que, una vez más, esa eminente venezolana que se llama Mercedes Pulido tiene razón: los pájaros bravos se dan silvestres en nuestro país.  Es que los venezolanos somos avispadísimos, creemos que nos las sabemos todas, que a cualquier hijo de vecina se las podremos ganar siempre, que la picardía nos viene por algún gen familiar que los demás no tienen.  Nos “coleamos” hasta en la fila para comulgar.  Si podemos robarnos los servicios públicos, le damos sin misericordia.  Si trabajamos en una registradora, redondeamos hacia arriba y lo que va quedando se vuelve nuestro al cuadrar la caja al final de la jornada.  Nos comemos las luces rojas sin importarnos que se ponga en peligro a la circulación ni que le estemos pisoteando el derecho a otro.  Y valga una digresión: según Peter Albers —un apreciado amigo de ancestro y comportamiento teutones, pero valenciano hasta la cacha— nuestros semáforos emiten cuatro señales: verde significa “dale”; amarillo, “apúrate”; rojo, “todavía tienes chance”; y, unos diez segundos después de aparecer el rojo, “ahora si te jo…”
 

Los venezolanos actuamos como consecuencia de ese creernos con derecho a ser unos tunantes desvergonzados.  Hasta que nos llega el instante en que debemos pagar; en el que otro, que también se cree muy vivo, nos encarama.  El ejemplo más reciente, pero no el único, es el del alcalde de Valencia.  Que lo es todavía (y en mala hora) no importa cuántas maniobras contra-legem inventen los concejales rojos para complacer a los maniobreros que están más arriba que ellos en el PUS.  El tal Alca-Parra creía que con un discurso moral de labios para afuera y con miles de fotos apareciendo al lado del comandante eterno pero que se murió, iba a poder sisar del erario indefinidamente.  No obstante, llegó el momento en el que le fue estorboso al régimen, porque si competía por la alcaldía el 8-D iba a sacar menos votos que María Bolívar y unos, tan vivos como él decidieron que había que bocharlo.  El tipo resulta encausado por lo pájaros bravos que son sus patibularios —unos tipos que hasta ayer nomás emitieron votos negando las solicitudes de hacerle investigaciones a la administración de ese señor—, no porque era lo correcto, lo debido, lo moral. 

 

Pero no es el único caso.  Por el contrario, es solo el más reciente de una especie de aluvión infecto y descomunal que se ha asentado en esta sufrida tierra desde hace quince años.  Siempre hubo y sinvergüencerías en la política venezolana, pero nunca con tanto descomedimiento, tanta falta de escrúpulos como ahora.  Una muestra es que, hace ya un bojote de años, la redecoración de un baño en el despacho de “Ojitos lindos” significó una suma de seis cifras altas (como dicen eufemísticamente los banqueros).  Y de eso es de lo menos grave que se le acusa; pendientes —a la espera de que haya una fiscala que se ocupe más de la vindicta pública y menos de perseguir a los adversarios políticos— están veintitantas denuncias bien documentadas.  Pero la ceguera selectiva es una de las características del régimen.

 

Es un descaro que alguien a quien botaron de la Fuerza Armada por defalcar una cantina sea ahora el verdugo brutal que en nombre del PUS derrama sus regurgitaciones en la Asamblea.  Que España tenga presos a quienes pagaron “gratificaciones” a unos negociadores venezolanos por la construcción de unos buques para la Armada, pero que esos “gratificados”, paisanos nuestros, no solo anden libres sino que además estén mangoneando desde el poder es como mucho.  Que un número bien significativo de nuestros altos mandos estén sindicados internacionalmente como facilitadores del tráfico de drogas, es el colmo.  Que desde la presidencia se quiebre al país y se condene a nuestros pobres a ver cómo el dinero se les encoge con cada día que pasa, porque deben regalar nuestro patrimonio en otras latitudes para asegurarse los votos de unos ambilaos regados por todo el Caribe, clama al cielo.  Todos ellos, vivísimos.  Hasta que, como explica el refrán francés: “à chaque porc vient la Saint Martin”.  Que por aquí traducimos como: “a cada cochino le llega su sábado”…

 

Sin embargo, supongo que lo que pasa por aquí no es cosa de la genética sino de algún morbo en el aire.  Porque gente que no ha nacido aquí también demuestra esas “destrezas”.  Y se llega al colmo de que alguien que no se sabe bien dónde nació, si en Ocaña o en Cúcuta, se coja una presidencia.  Claro que en eso tiene que tener acompañantes.  Un par de ancianitos senectos, extranjeros también, le metieron el asunto en la cabeza en una carambola complicadísima (de unas cinco bandas, por lo menos) y maniobraron para que lo designaran.  También debió haber (y hay, porque es un delito continuado) una complicidad necesaria de parte de connacionales que, como para ellos dizque “la patria es América” piensan que lo que estatuya la Constitución es irrelevante.  Banal, pues, piensan ellos.  Pero que no se les olvide que San Martín, que en otras latitudes se conmemora el 11 de noviembre, nosotros decidimos pasarlo para el 8 de diciembre…

 

 

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